Entre las cualidades generales, cabría destacar su sensibilidad estética, su especial sentido del ritmo, y una especial unidad de sentimiento entre lo leído, lo contemplado y lo vivido que dota al poema de una singular textura artística. Siempre la sensibilidad va ligada al sentimiento, pero no reñida con la inteligencia; como nos enseña Agnes Heller, sentir es estar implicado en algo. En la poesía de Fernando Delgado, el poema es un proceso que se recrea con cada acto de lectura (diverso, múltiple, multiforme); de modo que cada poema es una poderosa re-creación donde hay una poderosa unidad del mundo representado.
Es, desde la voz poética, una poesía que se adentra en la modernidad de la experiencia y de la expresión de los conflictos de la poesía postcontemporánea, mediante una curiosa escisión entre el yo escénico que visita el poema y el otro yo extrañado que asume la voz, que se pregunta y reflexiona. Es una obra de honda tensión dramática, entre un antes rememorado y un ahora expresado, entre la realidad y el deseo (Cernuda dixit), entre la vigilia y el sueño, porque esa escisión y esa dualidad vienen configurándose como alguna de las claves de nuestra cultura.
La poesía de Fernando Delgado alcanza regularmente hacia el final de los poemas ese vívido crepitar de la llama antes de ser ceniza, presencia del ser y del canto temporal que viene siendo la poesía en la Modernidad. Pero es una poesía que no pierde de vista la diferencia entre el fuego (la vida) y la ceniza (el arte). Como nos enseñó Oscar Wilde:
“Ya hice mi elección, ya viví mis poemas
y ahora que la juventud se diluye en días vanos,
prefiero la diadema de mirtos de los amantes
a la corona de laureles del poeta.” (“Flor de amor”)
Encontramos, desde luego, en la poesía de Fernando Delgado, poeta-ciudadano, a la “musa vestida con vaqueros”, como dejó dicho Luis García Montero, y el sujeto poético que recorre las páginas de Presencias de Ceniza no tiene apariencia de héroe ni de santo, sino más bien de un ciudadano perplejo que asume dignamente la complejidad del mundo y la menesterosidad de la condición humana. Ésta no es poesía a la moda, que se traiciona a sí misma a la vuelta del verso. Son poemas que, en su conjunto, nos invitan al viaje y al trayecto sin retorno que cada uno de ellos traza con su vuelo, desde la sombra a la luz, desde el fuego a la ceniza. Como nos enseñaba Juan Carlos Suñén: “Sobra decir que la oscuridad no es lo contrario de la claridad, sino su sombra y, a menudo, el único signo visible de su paso por nuestas vidas.”
Ni esteticismo ni diletantismo. El poeta que firma estos poemas sabe que todavía están en pie todas las grandes preguntas y sus posibles respuestas, que somos seres dignos de asumir y de vivir nuestras contradicciones, y que la libertad individual es inseparable de la responsabilidad social. Y el poeta sabe y mantiene que la poesía puede enseñarnos todavía muchas cosas, si sabemos leer entre los signos de las cenizas.
Uno se estremece ante esta poesía matérica y visual, imaginativa y lúcida; una poesía inteligente que se renueva a sí misma en cada lectura, que es una nueva iluminación sobre la condición -feliz y desdichada, emocionada y sarcástica, cínica y solidaria, del hombre contemporáneo.
“Ya hice mi elección, ya viví mis poemas
y ahora que la juventud se diluye en días vanos,
prefiero la diadema de mirtos de los amantes
a la corona de laureles del poeta.” (“Flor de amor”)
Encontramos, desde luego, en la poesía de Fernando Delgado, poeta-ciudadano, a la “musa vestida con vaqueros”, como dejó dicho Luis García Montero, y el sujeto poético que recorre las páginas de Presencias de Ceniza no tiene apariencia de héroe ni de santo, sino más bien de un ciudadano perplejo que asume dignamente la complejidad del mundo y la menesterosidad de la condición humana. Ésta no es poesía a la moda, que se traiciona a sí misma a la vuelta del verso. Son poemas que, en su conjunto, nos invitan al viaje y al trayecto sin retorno que cada uno de ellos traza con su vuelo, desde la sombra a la luz, desde el fuego a la ceniza. Como nos enseñaba Juan Carlos Suñén: “Sobra decir que la oscuridad no es lo contrario de la claridad, sino su sombra y, a menudo, el único signo visible de su paso por nuestas vidas.”
Ni esteticismo ni diletantismo. El poeta que firma estos poemas sabe que todavía están en pie todas las grandes preguntas y sus posibles respuestas, que somos seres dignos de asumir y de vivir nuestras contradicciones, y que la libertad individual es inseparable de la responsabilidad social. Y el poeta sabe y mantiene que la poesía puede enseñarnos todavía muchas cosas, si sabemos leer entre los signos de las cenizas.
Uno se estremece ante esta poesía matérica y visual, imaginativa y lúcida; una poesía inteligente que se renueva a sí misma en cada lectura, que es una nueva iluminación sobre la condición -feliz y desdichada, emocionada y sarcástica, cínica y solidaria, del hombre contemporáneo.
Extractado de un artículo de Juan Maria Calles (Universidad Complutense de Madrid)
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BAJO LA PUERTA
La puerta-ventana así dispuesta, cerrada como puerta y abierta como ventana, deja ver el paisaje de la esperanza y el de la desesperanza al tiempo.
Ese esperanzador paisaje nuestro de monte y árboles, pero con alambradas, que por arriba se ve, llama al deseo de vida desde la otra orilla del infortunio, pero se muestra luego inaccesible al diferente que cae rendido a la puerta sin llave de nuestro paraíso, dando con su mano reposo a su cabeza.
Es él, ese hombre a la espera, la única figura del paisaje cruel de la desigualdad, de la desesperanza; la mano que oculta sus ojos, quizá sus lagrimas, el velo que secuestra la mirada resignada del que siente en su cabeza tal vez un viento de rabia o de derrota.
Ese hombre abatido es más que un mundo: el suyo, por supuesto, tierra yerma del hambre y del abuso; el nuestro, por desgracia: satisfecho, arrogante, desconfiado.
No se nos ve en la foto, somos los ausentes... Pero esos ojos ocultos miran a nuestros platos rebosantes y al corazón helado de los burócratas; oyen sin entender la retórica vacua de nuestros gobernantes desidiosos.
Puede que algún día un rayo abra esa puerta, es posible que entonces la fuerza de la tormenta levante al náufrago: entre la sinrazón del hambre y la indiferencia de la abundancia no se puede esperar más que los hombres de paz, esa utopía, toquen a la puerta para pedir abrigo y caigan resignados; ni confiar en que cambien los que detrás de la puerta defienden atrincherados su abundancia y su despilfarro.
Llegará un día en que el sonido del timbre a la puerta del bienestar, sea el ruido del trueno. Nos preguntaremos entonces, desmemoriados, sorprendidos, qué hemos hecho nosotros para merecer tanta devastación. Se habrán cerrado todas las ventanas de todos los paisajes y todas las puertas de todos los asilos para todos, todos, los hombres sin remedio. Recordaremos a Sánchez Ferlosio: "Mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado".
Fernando Delgado.
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