infancia
Pies desnudos, miradas dilatadas, sombras impasibles
en la debilidad, manos palpando lo profundo.
El tiempo pesa como alas de albatros sobre antiguos
navíos. La soledad es un pájaro absorto sobre el esqueleto del árbol; el
silencio, una pluma en el agua detenida; el corazón, un nudo de cierzo y raíces
en la copa de un ciprés encendido. Día a día una fiesta de reptiles tritura a
sus crías: verde sangre, ojos afilados, dúctiles guillotinas.
Todo se llena del interior de las cosas, de la
emanación de sus formas contenidas: las tejas, que fingían inocencia y
protección, resultan extraños escombros, ciertas formas de animales en vigilia,
tiernos cuerpos envueltos en sudarios. Los espejos multiplican luminosamente
sus laberintos, las escaleras repiten el crujido del peldaño quebrado. Los
pasillos, los patios, los refugios, los lugares comunes, los cubiertos y los
cuchillos que cortaron el muslo de un ave, las puertas (los misterios, las
preguntas), todo resulta una amenaza rotunda.
Nada duerme. El mundo es
un indicio. Un caballo derrumba los muros de la noche, por las alamedas resuena
el gañido de los goznes, sufren a ciegas los hombres, heridos de luz.
CARLOS ORDOÑEZ (Honduras, 1983)
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