martes, 29 de julio de 2008

EDUARDO MILAN Y ANTONIO MENDEZ RUBIO: IMPOSIBLE, PUES ES CIERTO: POESÍA ES AQUI.

EDUARDO MILAN





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ANTONIO MENDEZ RUBIO









La palabra de más, sea palabra o sea apuro del silencio, sobre la arena espera no perderse. No tiene mérito alguno. La dicha por los otros habla en vilo: su ausencia, como en prendas, aviva su cuidado en las preguntas. Éstas son su regalo.

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Y son insuficientes.

Antonio Méndez Rubio

(Por más señas, 2005)



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El luto de estar sin tí
solo tu cuerpo clarea,
ese luto, esa luz que irradia
día tras día es duelo.
Cuando se da el amor sobre la duela,
cuando la carne se ofrece fresca,
hay ganas de borrar lo dicho,
forrar la dicha, que no se desvanezca.




Eduardo Milán
Índice al sistema del arrase
(2008, Ed. Baile del Sol)










ISABEL PEREZ MONTALBAN: La poesía no entiende del desentendimiento



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Un poema de Isabel Pérez Montalbán

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TORTURA

Compañera, te apagan y te enciendes:

de tanta ligereza me recubro
que me filtro como aire por las materias sólidas.
Los párpados ignoran cómo abrirse,
al golpe soy retráctil
y el espejismo de una madre
llega a cuidarme las heridas
que me deja el verdugo.

De tanta ligereza
que tiemblo de humildad en un rincón oscuro,
que sueño con banquetes de ratones y arsénico,
y este equipaje de huesos parece
un hotel donde vegetan los días,
revueltos avisperos del insomnio.




Chile, primero y Argentina después,
Décadas de los 70 y 80.

OLVIDO GARCIA VALDES: Y todos estabamos vivos



Eduardo Moga en Letras Libres:

Y todos estábamos vivos, de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950), documenta una peculiar mirada al mundo: una mirada que no pretende acuarelar lo observado, ni recamar la página de estribillos o analogías, sino sugerir el espasmódico bullir de lo real. Por eso sus versos abundan en ojos –“los ojos que se es”– y en referencias pictóricas, que dan cuenta de la formación estética de la autora, pero también del acto asombrado de contemplar. Nada rehuye la pupila de la poeta: su ojo-palabra recae en todos los objetos, en todos los rincones, aunque no sea imposible esbozar la arquitectura de sus intereses. Un amplio grupo de poemas plasma escenas naturales, asociadas, por lo general, a momentos germinativos o de vivificación. En estos breves paisajes destacan los pájaros, símbolo de libertad, y tópico caro a otro notable poeta del siglo, José Ángel Valente. Un poema de la sección “Lugares” dice así:

“El trajín de los grajos que se van y vuelven

como si hubieran errado. Nada

mejor que hacer que mirar pájaros,

si no es mirar árboles,

ahora que son ramas de grumos, materia

de luz tierna casi líquida,

vegetal y violenta...”.

Junto a la observación exterior de un cosmos cíclico y no necesariamente hostil, García Valdés practica la observación entrañada: pinta entonces sonámbulas escenas cotidianas, atravesadas por cosas comunes, por instantes sin relieve, pero también por paradojas e irrealidades, que conforman un espacio onírico y abisal, como teñido por una ardentía lechosa: una cuadrilla de albañiles con monos azules alzan sus andamios en la casa; una mujer limpia con gasóleo un pavimento ajedrezado; otra se dirige a la estación, bajo la lluvia; alguien arranca malas hierbas en un huertecillo situado “en la salida de la M-40, dirección A-6, / en los desmontes entre la autopista y el acceso”. El sueño se entrevera a menudo con estos vislumbres, construyendo un mundo de planos superpuestos y de promiscuidad perceptiva, y reforzando la sensación de extrañeza. Un tercer polo temático es la mujer, a veces desdoblada en madre, por cuya presencia, vigorosa y desamparada, revela la poeta un interés singular. No son casuales las alusiones a Perséfone –cuyas connotaciones órficas convienen a la escritura de la propia García Valdés– y a Rosalía de Castro, ejemplo de intimismo escrutador y de delicadeza audaz. Por último, la muerte salpica el libro de referencias ominosas, aunque no lúgubres, sino claroscuras, como la penumbra resplandeciente que lo baña. El título, Y todos estábamos vivos –extraído de un poema de la primera sección–, sugiere, por contraste, una realidad desconcertante: que ahora estamos muertos. Lo fúnebre se desgrana después, a veces carnavalesco, como en las alucinadas ordalías del Bosco; a veces obsesivo, acogiéndose a la repetición para subrayar su amenaza; a veces comedido, mera alusión al desgaire, pero siempre sosegado, con inflexión estoica.

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