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Ese ruido de algo blando que cae. El susurro suave del papel. Los pequeños gruñidos involuntarios. La imagen singular de un anciano ante el inodoro de la pared, la manera en que se coloca allí, asienta los pies, apunta y deja escapar un suspiro intemporal del que uno sabe que no es consciente. Aquel era su ambiente. Estaba allí seis días por semana. Los sábados doblaba turno. Esa sensación irritante que produce la orina mezclada con el agua. El susurro invisible de los periódicos sobre los muslos desnudos. Los olores.
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David Foster Wallace, de 46 años de edad, el mejor cronista del malestar de la sociedad norteamericana en la época a caballo entre los siglos XX y XXI, apareció ahorcado en su domicilio de Claremont, California, el viernes, 12 de septiembre, por la noche. El cuerpo fue descubierto por la esposa del escritor, Karen Green, que inmediatamente se puso en contacto con la Policía Local. La noticia se hizo pública 24 horas después, y ha causado una fuerte conmoción en la comunidad literaria estadounidense, que se debate entre la consternación y la incredulidad.