viernes, 24 de agosto de 2007

BOFF: ABAJAR AL DIOS, HUMANIZACION Y POSIBILIDAD DE VIDA LOGRADA

Charla de Leonardo Boff
mostrando su apoyo
a la comunidad
de San Carlos Borromeo

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Gran parte de la comunidad científica considera como dato seguro que el universo y nosotros mismos venimos de una inconmensurable explosión -big bang- ocurrida hace cerca de 13.700 millones de años. Existe un último fósil de ese evento, verificado por la ciencia. En 1965 dos técnicos estadounidenses de la Bell Telephone Laboratories de New Jersey, Arno Penzias y Robert Wilson construyeron un aparato de microondas ultrasensible. Al probar el aparato, constataron que en él había un ruido que no podían limpiar. Venía uniformemente de todas las partes del universo, una onda bajísima de tres grados Kelvin.
¿Cuál era el origen de este ruido cósmico de fondo? Ellos y otros astrofísicos constataron que era el último eco de la gran explosión y el resto final que quedaba de la irradiación inicial. Tomando como referencia las galaxias más distantes que se alejan de nosotros a gran velocidad y cuya radiación roja nos está llegando ahora, concluyeron que tal hecho había ocurrido cerca de 13.700 millones de años atrás. Por este descubrimiento, Penzias y Wilson ganaron el premio Nóbel de física en 1978.
Es decir, nuestra edad no es la de nuestro nacimiento sino la del nacimiento del universo hace todos esos miles de millones de años, cuando estábamos potencialmente todos juntos allí con los demás seres del universo. Este dato sería, según algunos, el mayor descubrimiento realizado por la ciencia.

¿Qué había antes del big bang? Los cosmólogos sugieren que lo que había era el vacío cuántico, el estado de energía de fondo del universo, origen de todo lo que existe. Otros lo llaman abismo alimentador de todo ser. Condensación de él sería aquel puntito que primero se hinchó como un balón y después explotó dando origen tal vez, según la teoría de las cuerdas, a otros eventuales mundos paralelos. Pero el vacío cuántico, última realidad alcanzada por la microfísica, es todavía una realidad discernible. Es el antes. Pero ¿qué había antes de ese antes discernible?






En un programa de radio le preguntaron a Penzias qué había antes del big bang y del vacío cuántico. Él respondió: “No lo sabemos, pero razonablemente podemos decir que no había nada”. Inmediatamente llamó una oyente, irritada, acusando a Penzias de ateo. Él sabiamente respondió: “Señora, creo que usted no se ha dado cuenta de las implicaciones de lo que acabo de decir. Antes del big bang no había nada de lo que hoy existe. Si lo hubiera cabría preguntar: ¿de dónde vino?”. Sigue comentando que si había la nada y de repente empezaron a aparecer cosas era señal de que Alguien las había sacado de la nada, y concluye diciendo que su descubrimiento podrá llevar a la superación de la histórica enemistad entre ciencia y religión.
Lo que podemos decir honradamente es que antes del antes había lo Incognoscible, lo Impenetrable, el Misterio. Pues bien, los nombres que las religiones atribuyen a aquello que llaman Dios o Tao, Yavé, Olorum o cualquier otra Entidad, quieren expresar exactamente lo Incognoscible y el Misterio al que se refería Penzias. Por lo tanto “había Dios”. Él no creó el mundo en el tiempo y en el espacio sino con el tiempo y con el espacio.
¿Qué había antes del antes? Ahora podemos balbucear: había la «Realidad» fuera del espacio-tiempo, en el equilibrio absoluto de su movimiento, la Totalidad de simetría perfecta, la Energía infinita y el Amor desbordante. Ni siquiera deberíamos usar tales nombres, pues los nombres surgieron después, cuando ya todo había sido traído a la existencia. Verdaderamente deberíamos callar. Pero como somos seres hablantes, usamos palabras, aunque no dicen nada. Sólo son flechas que apuntan hacia un Misterio."


Leonardo Boff

ANA MARIA ESPINOSA: LA CONVENIENTE PREGUNTA DEL POETA






Qué recuento
desde qué ángulo
en qué pálpito
sobre qué sangre
se alza inmenso
un Dios de piedra.
Interrogad a los vencedores
por los caídos,
al pan por la levadura
al cincel por la roca.
Preguntad por las sombras.
*
Suma traditio.
*
Ana María Espinosa.

¿ES POSIBLE EL DEVENIR DE UN SIGLO DELEUZIANO?


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TENDRE QUE ERRAR SOLO.
(Jaques Derrida sobre Deleuze)
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Texto publicado en Libération, París, 7 de noviembre de 1995. Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos, 2005.
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Demasiado que decir, y hoy no tengo ánimo para ello. Demasiado que decir sobre lo que nos acaba de suceder, sobre lo que me acaba de suceder a mí también, con la muerte de Gilles Deleuze, con una muerte temida sin duda (sabíamos que estaba muy enfermo), con esta muerte concreta, esta imagen inimaginable cuyo acontecimiento seguirá ahondando, todavía más si es posible, el doloroso infinito de otro acontecimiento. Deleuze el pensador es ante todo el pensador del acontecimiento, y siempre de este acontecimiento. Lo fue del principio al fin. Releo lo que decía del acontecimiento, ya en 1969, en uno de sus mejores libros. Logique du sens. Primero cita a Bousquet («A mi gusto por la muerte, dice Bousquet, que era un fallo de la voluntad, sustituiré un deseo de morir que sea la apoteosis de la voluntad»), y luego continúa: «De ese gusto a ese deseo, nada cambia en cierto modo, salvo un cambio de la voluntad, una especie de salto de todo el cuerpo, sin moverse del sitio, que troca su voluntad orgánica por una voluntad espiritual, que desea ahora no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por venir que está de acuerdo con lo que sucede, de acuerdo con las leves de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. En este sentido es en el que el amor fati se identifica con la lucha de los hombres libres». (Habría que citar interminablemente.)












Demasiado que decir, sí, sobre el tiempo que con tantos otros de mi «generación» tuve la suerte de compartir con Deleuze, sobre la suerte de pensar gracias a él, pensando en él. Desde el principio, todos sus libros (pero sobre todo Nietzsche, Difference et Répètition, Logique du sens) fueron para mí no sólo fuertes incitaciones a pensar, por supuesto, sino que en cada ocasión la experiencia turbadora, tan turbadora, de una proximidad o de una afinidad casi completa con las «tesis», si puede decirse así, a través de las diferencias demasiado evidentes en aquello que llamaré, a falta de palabra mejor, el «gesto», la «estrategia», la «manera”: de escribir, de hablar, de leer quizás. Por lo que respecta, aunque esta palabra no es apropiada, a las «tesis», y concretamente a aquella que concierne a una diferencia irreductible a la oposición dialéctica, una diferencia «más profunda» que una contradicción (Différence et Répètition), una diferencia en la afirmación felizmente repetida («sí, sí»), la asunción del simulacro, Deleuze sigue siendo sin duda, a pesar de tantas diferencias, aquel de quien me he considerado siempre más cerca de entre todos los de esta «generación», jamás he sentido la menor «objeción» insinuarse en mí, ya fuese virtualmente, contra ninguno de sus discursos, incluso si ha sucedido a veces que haya protestado contra tal o cual proposición de L’Anti-Œdipe (se lo dije un día mientras volvíamos juntos en coche de Nanterre, después de haber asistido a la lectura de una tesis sobre Spinoza) o tal vez contra la idea de que la filosofía consista en «crear» conceptos. Me gustaría tratar un día de explicarme a propósito de semejante acuerdo sobre el contenido filosófico cuando ese mismo acuerdo no excluye nunca todas esas distancias que no sabría, todavía hoy, nombrar o situar. (Deleuze había aceptado la idea de publicar un día una larga entrevista improvisada entre nosotros sobre este tema, pero tuvimos que esperar, que esperar demasiado.) Únicamente sé que esas diferencias jamás dieron lugar entre nosotros a otra cosa que amistad. Jamás una sombra, ningún gesto, que yo sepa, ha indicado lo contrario. Esto es algo tan raro en nuestro medio que por eso quiero hacerlo constar aquí en este momento. Esta amistad no tenía que ver solamente con el hecho, por lo demás significativo, de que tuviésemos los mismos enemigos. Nos veíamos poco, es cierto, sobre todo en los últimos años. Pero todavía puedo oír el sonido de su voz un poco cascada diciéndome tantas cosas que me gusta recordar literalmente («mi enhorabuena», me susurró con una amable ironía un verano de 1955 en el patio de la Sorbona cuando yo estaba a punto de conseguir una agregaduría: o bien, con la misma amabilidad del veterano: «Es una pena que dediquéis todo ese tiempo a esta institución [el Colegio Internacional de Filosofía], preferiría que os dedicaseis a escribir…». Recuerdo también la memorable década «Nietzsche» en Cerisy, en 1972, y tantos y tantos otros momentos que me hacen, sin duda como a Jean François Lyotard (que se encontraba también allí), sentirme hoy muy solo, como un melancólico superviviente de eso que llamamos, con esa terrible y un poco falsa palabra, una «generación». Cada muerte es única, sin duda, y por lo tanto insólita, pero ¿podemos llamarla insólita cuando, de Barthes a Althusser, de Foucault a Deleuze, se ceba de ese modo en la misma «generación», como en serie –y Deleuze fue también el filósofo de la singularidad serial–, podemos llamar insólitas todas esas muertes fuera de lo común?
























Sí, todos amábamos la filosofía, ¿quién puede negarlo? Pero es verdad, lo dijo él mismo, que Deleuze era de todos, en esta «generación», el que practicaba la filosofía más alegremente más inocentemente. Me parece que no le habría gustado la palabra que he utilizado antes, «pensador». Habría preferido «filósofo». Se reconocía a este respecto «el más inocente (el más exento de culpabilidad por “hacer filosofía”» (Pourparlers 1972-1990). Ésta era sin duda la condición para dejar en la filosofía de este siglo la profunda, la incomparable huella que ha dejado. La huella de un gran filósofo y de un gran profesor. El historiador de la filosofía que procedió a una especie de selección para configurar su propia genealogía (los estoicos, Lucrecio, Spinoza. Hume, Kant, Nietzsche, Bergson, etcétera), fue también un inventor de filosofía que no se encerró jamás en ningún coto filosófico (escribió sobre la pintura, el cine y la literatura, Bacon, Lewis Carrol, Proust, Kafka, Melville, etcétera).








Y además quiero decir también aquí que me gustaba y admiraba su manera –siempre justa– de tratar con la imagen, los periódicos, la televisión, la escena pública y las transformaciones que ha experimentado en el curso de los últimos decenios. Economía y prudente retirada. Me sentía solidario con lo que él hacía y decía a este respecto, por ejemplo en una entrevista en Libération a raíz de la publicación de Mille Plateaux (en la línea de su panfleto de 1977). «Habría que saber», decía, «lo que está pasando actualmente en el terreno de los libros. Vivimos desde hace algunos años un periodo de reacción en todos los dominios. No hay ninguna razón para que no afecte también a los libros. Estamos a punto de fabricarnos un espacio literario, lo mismo que un espacio jurídico, un espacio económico, político, completamente reaccionarios, prefabricados y agobiantes. Yo creo que hay ahí una empresa sistemática que Libération tendría que haber analizado». Esto es «mucho peor que una censura», añadía, pero «este periodo de esterilidad no durará eternamente». Tal vez, tal vez. Como Nietzsche y como Artaud, como Blanchot, otras admiraciones compartidas, Deleuze no perdió nunca de vista esa alianza de la necesidad con lo aleatorio, con el caos y lo intempestivo. Cuando escribí sobre Marx hace tres años, en el peor momento, me tranquilicé un poco al saber que él pensaba hacerlo también. Y voy a releer esta tarde lo que él decía en 1990 a este respecto:
Felix Guattari y yo hemos seguido siendo marxistas, de dos maneras diferentes, tal vez, pero los dos. Porque no creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y de su evolución. Lo que más nos interesa de Marx es el análisis del capitalismo como sistema inmanente que no cesa de rechazar sus propios límites, y que se los vuelve a encontrar siempre a una escala más grande, porque el límite es el Capital mismo.
Continuaré o recomenzaré a leer a Gilles Deleuze para aprender, y tendré que errar solo en esa larga entrevista que debíamos haber hecho juntos. Mi primera pregunta, creo, habría tratado de Artaud, de su interpretación del «cuerpo sin órganos», y de esa palabra, «inmanencia», a la que siempre recurrió, para hacerle decir o para dejarle decir algo que todavía sigue secreto para nosotros. Y habría intentado decirle por qué su pensamiento no me ha abandonado nunca desde hace casi cuarenta años. ¿Cómo podré hacerlo ahora?