lunes, 20 de abril de 2009

ANTONIO MENDEZ RUBIO: Lo que son las cosas

[caption id="" align="aligncenter" width="668" caption="cadena ser informativos 23 octubre 2008"]cadena ser informativos 23 octubre 2008[/caption]

"Lo que son las cosas" de Antonio Méndez Rubio

Aquest és un article que ens ha oferit Antonio Méndez Rubio, professor de la Universitat de València, per a penjar-lo al blog com a suport per a l'Assemblea contra Bolonya. El article és una actualització d'un text fet per al seu llibre "La apuesta invisible" (2003). Des de l'assemblea li donem les gràcies per a donar-nos suport i oferir-nos la seua ajuda.
LO QUE SON LAS COSAS

1. A propósito del espacio académico de producción de conocimiento, como se está sabiendo, la crisis ha dejado de ser un momento esporádico de conmoción para instalarse con renovada fuerza en sus pilares. La universidad, y especialmente el pensamiento crítico dentro de ella, viven hoy a escala internacional un episodio de barbarie, sorda y callada por lo general, pero insidiosa, y barbarie al fin y al cabo. Como le ocurría a Jacques Derrida hace ya dos décadas, la situación obliga a decir que la cuestión de saber ante qué y ante quién se es responsable, tiene mayor legitimidad y vigencia que nunca, y tal vez no hayamos pensado lo suficiente que "la autonomía de las universidades como de aquellos que habitan en ellas, estudiantes y profesores, es una treta del Estado". El mercado neoliberal, en tiempos como éstos de recrudecimiento obsceno y sin excusas, ha descubierto la treta y no está dispuesto a que las cosas sigan como estaban. Pero esta mutación institucional en curso rehegemoniza una estructura universitaria que debe seguir sirviendo a los intereses del sistema, ahora inmediatamente económico y mediatamente político, con la nueva condición de que las decisiones clave queden definitivamente no ya lejos sino fuera del ámbito de lo público y del bien común. Por eso en las palabras de Derrida se trasluce que sigue pendiente un lema que ha vuelto a poner sobre la mesa la movilización en protesta contra la actual reforma universitaria: "La universidad para quien la trabaja".

2. Allá por la segunda mitad de los años sesenta, en muchas universidades se gritaba aquello de "seamos realistas, pidamos lo imposible". No supe nada de este tipo de reivindicaciones, ni del lugar del que procedían, hasta mucho tiempo después, cuando un esfuerzo colectivo de generaciones empezaba a hacer real el sueño universitario para muchos jóvenes de clase trabajadora, como era mi caso. También más tarde tuve noticia de un suceso histórico sobrecogedor en aquellos mismos años: en Zaire, el mariscal Mobutu Seseko y su Mouvement Populaire pour la Révolution habían sacado a todos los estudiantes de la universidad para enrolarlos en el ejército. No era un hecho aislado ni irrelevante en el panorama internacional. De hecho, sería fácil poner ejemplos todavía más terribles y cercanos en el tiempo y en el espacio. Pero aquel gesto dictatorial respondía a un cruce de fuerzas muy abierto, a un choque de promesas que atravesaban las estructuras económicas y geopolíticas de un mundo en conflicto. Esa especie de summum tardío del totalitarismo moderno aplicado al terreno de la cultura actualizaba una vieja frase de los tiempos del nazismo alemán: "cuando oigo la palabra cultura, saco el revólver" –Millán Astray le haría un cover glorioso con su "mueran los intelectuales".

El suceso, y luego comprendimos mejor por qué, tenía que darse en un país del llamado Tercer Mundo, en la zona de sombra y muerte que proyectaba una sociedad de consumo en ascenso imparable a una escala global. Claro que para mucha gente el ejemplo sonará como de otro mundo. Pero el ejercicio de pensar, además de molesto, juega a menudo malas pasadas. Por ejemplo, ayuda a descubrir líneas de proximidad histórica entre nuestro entorno inmediato y el acontecimiento liderado por Mobutu: el control estatal (estatal-mercantil) de la universidad como pieza clave en la reconstrucción de un orden social demagógico y autoritario, la negación justamente de un espacio de pensamiento libre y, en suma, la realización de ese proceso en nombre de una supuesta necesidad y soberanía popular. Decía Weber que la estructura política del estado dispone de la violencia como medio específico. Una observación oportuna, sobre todo porque se trata de un tipo de estructura en el que todavía vivimos. Eso sí, una estructura que ha madurado democráticamente lo suficiente como para haberse dado cuenta de que su verdadera misión consiste en dejar rienda suelta a la expansión del mercado capitalista, y esto a pesar de la contradicción que implica someter un espacio público, común, a decisiones sectoriales de carácter privado. Edward S. Herman ha hablado de "políticas de traición" para caracterizar estos desplazamientos propios de lo que se va conociendo como neoliberalismo.

Los estados modernos apostaron por la educación general. Hicieron de la enseñanza básica un derecho y de la educación superior una virtud nacional. El acceso a una idea muy parcial de Cultura hizo de ésta un espacio ambiguo: ámbito para la creatividad y el libre ejercicio de la razón a la vez que amortiguador de conflictos sociales agudos. Billy Elliott, en la película Stephen Daldry (2000), no va a la universidad, pero casi, y quizá sirve como ejemplo de esta ambigüedad de largo alcance: la huelga minera perdió la batalla pero al menos el niño aprendió a bailar. Hoy el gobierno parece decidido a que no sea posible ni siquiera eso, aprender a bailar. Al menos desde la Revolución Francesa, sí, la que diera lugar al Terror, el estado se ha convertido en un vínculo precario entre necesidades sociales e intereses de minorías en posición de privilegio. En los momentos duros, o sea, prácticamente en todo momento, no ha dudado hacia dónde inclinar el (des)equilibrio de una balanza imposible. Sólo en situaciones excepcionales, como con Unidad Popular en Chile a principios de los setenta, el gobierno se puso del lado de la gente, dando así un giro a la naturaleza histórica del estado. Y entonces otros estados acudieron armados hasta los dientes a obstaculizar ese cambio de la manera más atroz.

Por eso hay que alegrarse hoy: los países con intereses coloniales han profesionalizado sus ejércitos, los países pobres no reciben tanto a tropas de asesinos redentores como la visita amable de factorías multinacionales al servicio de los países ricos (pero protegidas por sus propios ejércitos nacionales), los discursos racistas se pasaron de moda porque ya la práctica institucional los ha incorporado... A la población que malvive por debajo del umbral de la pobreza, que por cierto ha aumentado desorbitadamente desde los sesenta hasta constituir más de dos tercios del total mundial, hoy ya no se la masacra con napalm porque la miseria trabaja sola y el olvido tiene las manos limpias. En los países avanzados, las masas de trabajadores y estudiantes, por fin, se rebelan menos y sólo una minoría quijotesca de radicales antisistema confía aún en la práctica de una sociedad justa. Y es que hoy el totalitarismo a la vieja usanza (político-militar) ha dejado paso al totalitarismo invisible del mercado y la cultura o, si se prefiere, a la democracia de la indiferencia y la incomunicación.

3. Supongo que a estas alturas (aunque no se comparta) se ve por qué toda esta paráfrasis anterior me parece necesaria. Sería una ingenuidad imperdonable pensar que la crisis que hoy vive la universidad pueda resolverse sólo en términos universitarios. La universidad forma parte de una estructura de poder que la asfixia. Por eso asistimos a una polarización de las posiciones: quienes se sienten más cerca de su función social y libertaria miran el escenario entre la rabia y la impotencia; quienes se ubican de acuerdo con la defensa del poder establecido hacen malabarismos para que el escenario no se venga abajo y de paso tener entretenido al resto, numeroso, de indiferentes ante lo que pasa.

Hoy disponemos de una oportunidad inédita para replantear el principio de autonomía: una especie de escudo que ha venido haciendo intocable la universidad al tiempo que ponía a sus miembros a un paso de la autosuficiencia y la prepotencia. En sentido estricto, ninguna institución social, sea la Universidad o sea el Arte, ni debería ni podría ser autónoma con respecto a la vida en común. En realidad, el discurso de la autonomía universitaria ha sido una forma secular de defender una independencia relativa con respecto a las fuerzas históricas dominantes (del estado y del mercado), y esta independencia relativa es la que la reforma legal en curso quiere traducir a una independencia cero.

En este punto, la distancia -que no separación- existente entre universidad y sociedad sitúa aquélla en un espacio intersticial, susceptible de inducir fisuras y cambios en la relación entre vida social y dinámica institucional. Por eso la universidad es peligrosa para la autoridad, y por eso todos los filtros son pocos y el Informe Bricall se dedicó a sistematizarlos como una forma de solventar el mal endémico de la masificación: jerarquización interna, precarización de los contratos, endurecimiento del acceso, reducción de becas, encarecimiento de tasas... Si hay demasiados estudiantes, como es el caso, y obviamente sería oportuno reducir su número por aula, la solución no pasa por una redistribución de los presupuestos y las prioridades de inversión (que hoy siguen focalizadas en una concepción militarista del estado) para ampliar y enriquecer el espacio educativo y de investigación sino, más bien, por reducir el número de estudiantes. Algo demasiado parecido a las soluciones que el Fondo Monetario Internacional viene proponiendo para acabar con la pobreza, a escala planetaria, como para no descubrir ahí la reproducción de una misma lógica sistémica.

4. El presidente del gobierno alzó la voz: "Que la universidad rinda cuentas a la sociedad". Pero lo que se estaba entendiendo por "sociedad", como lo que el Informe Bricall entendiera por "representantes de los intereses sociales" era de hecho una élite empresarial y política –si es que esta distinción tiene todavía algún referente válido por separado. Nadie puede oponerse en un régimen democrático a que un Consejo Social supervise el trabajo académico, pero es más discutible, por la misma razón, que un Consejo Social esté basado en los valores instrumentales y mercantilistas de grandes compañías al estilo del BSCH o Teléfonica –que casualmente habían cofinanciado el citado informe apenas año y medio antes.

Por supuesto que la universidad debe rendir cuentas a la sociedad que la mantiene y para la que trabaja. Y es cierto que eso no se está haciendo como es debido. Pero no hace falta ser un lince para adivinar que sociedad no significa lo mismo si la definimos como se está haciendo o si la representamos en un Consejo Social a través de la mediación dialógica de estudiantes, colectivos sociales de base, amas de casa, parados o inmigrantes, por ejemplo. Creo que un modelo de universidad entendida como puente real con la sociedad, en el sentido más humilde de las dos palabras, se parecería más a una universidad popular en el sentido impulsado por las Madres de Plaza de Mayo en Argentina: descentralización, participación creativa y autocrítica, apertura horizontal y comunicativa... pero no es eso lo que la reforma desde Bolonia se propone sino precisamente avanzar en la dirección contraria.

Por suerte, mientras un nutrido grupo de profesores y estudiantes mira hacia otra parte, como a verlas venir, cada vez hay más jóvenes que, como Sara García, escriben en sus trabajos finales como estudiantes de último curso de carrera: "el analfabetismo es la solución de los conflictos sociales". La obsesión del poder por un saber tecnocrático, esto es, acrítico, se topa con frases como ésta, que delatan la urgencia de una intervención reconstructiva no sólo, y ante todo, entre las instituciones y la sociedad sino, además, entre quienes trabajan la universidad desde abajo: estudiantes, profesores, investigadores y personal de administración y servicios. Sólo así la universidad puede responderle a la sociedad de su tiempo, es decir, hacer frente con ello al argumento central de sus enemigos. De ahí que el debate sobre el modelo de universidad haya que asumirlo como parte de un debate sobre un modelo de sociedad. En nuestros días, el aprendizaje universitario convive de hecho con una sociedad y una democracia modelo-karaoke: donde un monitor de televisión (no se olvide, en pedagogía se llama ya a la TV el "aula sin muros") nos invita a reproducir un repertorio de melodías conocidas gracias a una actuación, por nuestra parte, que se parece menos a la participación que a su simulacro. La universidad, en fin, debería colaborar en la construcción de una democracia que, como diría Paul Virilio, hoy se encuentra desaparecida.



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