miércoles, 25 de abril de 2007

ANA MARIA ESPINOSA Y CARLOS HERRERA


" La inteligencia creadora tiene tres metas: explicar, transfigurar, transformar. Tenemos pues, tarea " J. A. MARINA (filosofo, investigador privado, pedagogo)
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Tomo el tren
y viajo por un paisaje nevado,
a través de los renglones de tu historia
y ¡siento un frío del infierno!.
Una luz entre la ventisca
de desbocados caballos,
me deja en la próxima estación,
donde otro libro de estupor
aguarda.
Ana Mª Espinosa (replica a un poemita de su amigo V.G.)

EL DESIERTO DE LA SED



- ¿Y si el desierto
no fuese más que
polvo de cielo
destruido? -

Edmon Jabès

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¿El desierto, para nosotros?. Era lo que nacía en nosotros. Lo que aprendíamos sobre nosotros mismos.

Antoine de Saint- Exupéry


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Cuando has conocido el desierto, le quedas deudor para siempre por una prueba benéfica, la que te prescribe olvidar.

El silencio del desierto te desnuda. Y con eso te vuelves tu mismo. O sea, nada. Pero una nada que escucha.

Edmon Jabès

EL HOMBRE QUE PLANTABA AROLES (Jean Giono)


Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en el carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la oportunidad de observar su comportamiento durante varios años. Si este comportamiento no es egoísta, si está presidido por una generosidad sin límites, si es tan obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado una huella visible en la tierra, entonces no cabe equivocación posible.

Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie a través de montañas completamente desconocidas por los turistas, atravesando la antigua región donde los Alpes franceses penetran en la Provenza. Cuando empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin color, y la única cosa que crecía era la planta conocida como lavanda silvestre.

Cuando me aproximaba al punto más elevado de mi viaje, y tras caminar durante tres días, me encontré en medio de una desolación absoluta y acampé cerca de los vestigios de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día anterior, y por lo tanto necesitaba encontrar algo de ella. Aquel grupo de casas, aunque arruinadas como un viejo nido de avispas, sugerían que una vez hubo allí un pozo o una fuente. La había, desde luego, pero estaba seca. Las cinco o seis casas sin tejados, comidas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario desmoronándose, estaban allí, aparentemente como en un pueblo con vida, pero ésta había desaparecido.
Era un día de junio precioso, brillante y soleado, pero sobre aquella tierra desguarnecida el viento soplaba, alto en el cielo, con una ferocidad insoportable. Gruñía sobre los cadáveres de las casas como un león interrumpido en su comida... Tenía que cambiar mi campamento.
Tras cinco horas de andar, todavía no había hallado agua y no existía señal alguna que me diera esperanzas de encontrarla. En todo el derredor reinaban la misma sequedad, las mismas hierbas toscas. Me pareció vislumbrar en la distancia una pequeña silueta negra vertical, que parecía el tronco de un árbol solitario. De todas formas me dirigí hacia él. Era un pastor. Treinta ovejas estaban sentadas cerca de él sobre la ardiente tierra.
Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora, y poco después me llevó a su cabaña en un pliegue del llano. Conseguía el agua -agua excelente- de un pozo natural y profundo encima del cual había construido un primitivo torno.
El hombre hablaba poco, como es costumbre de aquellos que viven solos, pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y confiado en su seguridad. Para mí esto era sorprendente en ese país estéril. No vivía en una cabaña, sino en una casita hecha de piedra, evidenciadora del trabajo que él le había dedicado para rehacer la ruina que debió encontrar cuando llegó. El tejado era fuerte y sólido. Y el viento, al soplar sobre él, recordaba el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa.
La casa estaba ordenada, los platos lavados, el suelo barrido, su rifle engrasado, su sopa hirviendo en el fuego. Noté que estaba bien afeitado, que todos sus botones estaban bien cosidos y que su ropa había sido remendada con el meticuloso esmero que oculta los remiendos. Compartimos la sopa, y después, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él, era amigable sin ser servil.
Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la noche allí. El pueblo más cercano estaba a un día y medio de distancia. Además, ya conocía perfectamente el tipo de pueblo de aquella región... Había cuatro o cinco más de ellos bien esparcidos por las faldas de las montañas, entre agrupaciones de robles albares, al final de carreteras polvorientas. Estaban habitadas por carboneros, cuya convivencia no era muy buena. Las familias, que vivían juntas y apretujadas en un clima excesivamente severo, tanto en invierno como en verano, no encontraban solución al incesante conflicto de personalidades. La ambición territorial llegaba a unas proporciones desmesuradas, en el deseo continuo de escapar del ambiente. Los hombres vendían sus carretillas de carbón en el pueblo más importante de la zona y regresaban. Las personalidades más recias se limaban entre la rutina cotidiana. Las mujeres, por su parte, alimentaban sus rencores. Existía rivalidad en todo, desde el precio del carbón al banco de la iglesia. Y encima de todo estaba el viento, también incesante, que crispaba los nervios. Había epidemias de suicidio y casos frecuentes de locura, a menudo homicida.

Había transcurrido una parte de la velada cuando el pastor fue a buscar un saquito del que vertió una montañita de bellotas sobre la mesa. Empezó a mirarlas una por una, con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Me ofrecí para ayudarle. Pero me dijo que era su trabajo. Y de hecho, viendo el cuidado que le dedicaba, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando ya hubo separado una cantidad suficiente de bellotas buenas, las separó de diez en diez, mientras iba quitando las más pequeñas o las que tenían grietas, pues ahora las examinaba más detenidamente. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas, descansó y se fue a dormir.


Se sentía una gran paz estando con ese hombre, y al día siguiente le pregunté si podía quedarme allí otro día más. Él lo encontró natural, o para ser más preciso, me dio la impresión de que no había nada que pudiera alterarle. Yo no quería quedarme para descansar, sino porque me interesó ese hombre y quería conocerle mejor. Él abrió el redil y llevó su rebaño a pastar. Antes de partir, sumergió su saco de bellotas en un cubo de agua.
Me di cuenta de que en lugar de cayado, se llevó una varilla de hierro tan gruesa como mi pulgar y de metro y medio de largo. Andando relajadamente, seguí un camino paralelo al suyo sin que me viera. Su rebaño se quedó en un valle. Él lo dejó a cargo del perro, y vino hacia donde yo me encontraba. Tuve miedo de que me quisiera censurarme por mi indiscreción, pero no se trataba de eso en absoluto: iba en esa dirección y me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer. Subimos a la cresta de la montaña, a unos cien metros.
Allí empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra, haciendo un agujero en el que introducía una bellota para cubrir después el agujero. Estaba plantando un roble. Le pregunté si esa tierra le pertenecía, pero me dijo que no. ¿Sabía de quién era?. No tampoco. Suponía que era propiedad de la comunidad, o tal vez pertenecía a gente desconocida. No le importaba en absoluto saber de quién era. Plantó las bellotas con el máximo esmero. Después de la comida del mediodía reemprendió su siembra. Deduzco que fui bastante insistente en mis preguntas, pues accedió a responderme. Había estado plantado cien árboles al día durante tres años en aquel desierto. Había plantado unos cien mil. De aquellos, sólo veinte mil habían brotado. De éstos esperaba perder la mitad por culpa de los roedores o por los designios imprevisibles de la Providencia. Al final quedarían diez mil robles para crecer donde antes no había crecido nada.
Entonces fue cuando empecé a calcular la edad que podría tener ese hombre. Era evidentemente mayor de cincuenta años. Cincuenta y cinco me dijo. Su nombre era Elzeard Bouffier. Había tenido en otro tiempo una granja en el llano, donde tenía organizada su vida. Perdió su único hijo, y luego a su mujer. Se había retirado en soledad, y su ilusión era vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Opinaba que la tierra estaba muriendo por falta de árboles. Y añadió que como no tenía ninguna obligación importante, había decidido remediar esta situación.
Como en esa época, a pesar de mi juventud, yo llevaba una vida solitaria, sabía entender también a los espíritus solitarios. Pero precisamente mi juventud me empujaba a considerar el futuro en relación a mí mismo y a cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus robles serían magníficos. Él me respondió sencillamente que, si Dios le conservaba la vida, en treinta años plantaría tantos más, y que los diez mil de ahora no serían más que una gotita de agua en el mar.
Además, ahora estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía un semillero con hayucos creciendo cerca de su casita. Las plantitas, que protegía de las ovejas con una valla, eran preciosas. También estaba considerando plantar abedules en los valles donde había algo de humedad cerca de la superficie de la tierra.
Al día siguiente nos separamos.




Un año más tarde empezó la Primera Guerra Mundial, en la que yo estuve enrolado durante los siguientes cinco años. Un «soldado de infantería» apenas tenía tiempo de pensar en árboles, y a decir verdad, la cosa en sí hizo poca impresión en mí. La había considerado como una afición, algo parecido a una colección de sellos, y la olvidé.
Al terminar la guerra sólo tenía dos cosas: una pequeña indemnización por la desmovilización, y un gran deseo de respirar aire fresco durante un tiempo. Y me parece que únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera hacia la «tierra estéril».
El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá del pueblo abandonado, vislumbré en la distancia un cierto tipo de niebla gris que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día anterior había empezado de pronto a recordar al pastor que plantaba árboles. «Diez mil robles -pensaba- ocupan realmente bastante espacio». Como había visto morir a tantos hombres durante aquellos cinco años, no esperaba hallar a Elzeard Bouffier con vida, especialmente porque a los veinte años uno considera a los hombres de más de cincuenta como personas viejas preparándose para morir... Pero no estaba muerto, sino más bien todo lo contrario: se le veía extremadamente ágil y despejado: había cambiado sus ocupaciones y ahora tenía solamente cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Se deshizo de las ovejas porque amenazaban los árboles jóvenes. Me dijo -y vi por mí mismo- que la guerra no le había molestado en absoluto. Había continuado plantando árboles imperturbablemente. Los robles de 1.910 tenían entonces diez años y eran más altos que cualquiera de nosotros dos. Ofrecían un espectáculo impresionante. Me quedé con la boca abierta, y como él tampoco hablaba, pasamos el día en entero silencio por su bosque. Las tres secciones medían once kilómetros de largo y tres de ancho. Al recordar que todo esto había brotado de las manos y del alma de un hombre solo, sin recursos técnicos, uno se daba cuenta de que los humanos pueden ser también efectivos en términos opuestos a los de la destrucción...
Había perseverado en su plan, y hayas más altas que mis hombros, extendidas hasta el límite de la vista, lo confirmaban. me enseñó bellos parajes con abedules sembrados hacía cinco años (es decir, en 1.915), cuando yo estaba luchando en Verdún. Los había plantado en todos los valles en los que había intuido -acertadamente- que existía humedad casi en la superficie de la tierra. Eran delicados como chicas jóvenes, y estaban además muy bien establecidos.
Parecía también que la naturaleza había efectuado por su cuenta una serie de cambios y reacciones, aunque él no las buscaba, pues tan sólo proseguía con determinación y simplicidad en su trabajo. Cuando volvimos al pueblo, vi agua corriendo en los riachuelos que habían permanecido secos en la memoria de todos los hombres de aquella zona. Este fue el resultado más impresionante de toda la serie de reacciones: los arroyos secos hacía mucho tiempo corrían ahora con un caudal de agua fresca. Algunos de los pueblos lúgubres que menciono anteriormente se edificaron en sitios donde los romanos habían construido sus poblados, cuyos trazos aún permanecían. Y arqueólogos que habían explorado la zona habían encontrado anzuelos donde en el siglo XX se necesitaban cisternas para asegurar un mínimo abastecimiento de agua.
El viento también ayudó a esparcir semillas. Y al mismo tiempo que apareció el agua, también lo hicieron sauces, juncos, prados, jardines, flores y una cierta razón de existir. Pero la transformación se había desarrollado tan gradualmente que pudo ser asumida sin causar asombro. Cazadores adentrándose en la espesura en busca de liebres o jabalíes, notaron evidentemente el crecimiento repentino de pequeños árboles, pero lo atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso nadie se entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Si él hubiera sido detectado, habría tenido oposición. Pero era indetectable. Ningún habitante de los pueblos, ni nadie de la administración de la provincia, habría imaginado una generosidad tan magnífica y perseverante.






Para tener una idea más precisa de este excepcional carácter no hay que olvidar que Elzeard trabajó en una soledad total, tan total que hacía el final de su vida perdió el hábito de hablar, quizá porque no vio la necesidad de éste.
En 1.933 recibió la visita de un guardabosques que le notificó una orden prohibiendo encender fuego, por miedo a poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Esta era la primera vez -le dijo el hombre- que había visto crecer un bosque espontáneamente. En ese momento, Bouffier pensaba plantar hayas en un lugar a 12 Km. de su casa, y para evitar las ideas y venidas (pues contaba entonces 75 años de edad), planeó construir una cabaña de piedra en la plantación. Y así lo hizo al año siguiente.
En 1.935 una delegación del gobierno se desplazó para examinar el «bosque natural». La componían un alto cargo del Servicio de Bosques, un diputado y varios técnicos. Se estableció un largo diálogo completamente inútil, decidiéndose finalmente que algo se debía hacer... y afortunadamente no se hizo nada, salvo una única cosa que resultó útil: todo el bosque se puso bajo la protección estatal, y la obtención del carbón a partir de los árboles quedó prohibida. De hecho era imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos jóvenes árboles llenos de energía, que a buen seguro hechizaron al diputado.
Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques de esa delegación y le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos a ver a Elzeard Bouffier. Lo encontramos trabajando duro, a unos diez kilómetros de donde había tenido lugar la inspección.
El guardabosques sabía valorar las cosas, pues sabía cómo mantenerse en silencio. Yo le entregué a Elzeard los huevos que traía de regalo. Compartimos la comida entre los tres y después pasamos varias horas en contemplación silenciosa del paisaje...
En la misma dirección en la que habíamos venido, las laderas estaban cubiertas de árboles de seis a siete metros de altura. Al verlos recordaba aún el aspecto de la tierra en 1.913, un desierto... y ahora, una labor regular y tranquila, el aire de la montaña fresco y vigoroso, equilibrio y, sobre todo, la serenidad de espíritu, habían otorgado a este hombre anciano una salud maravillosa. Me pregunté cuántas hectáreas más de tierra iba a cubrir con árboles.
Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre ciertas especies de árboles para los que el suelo de la zona estaba especialmente preparado. No fue muy insistente; «por la buena razón -me dijo más tarde- de que Bouffier sabe de ello más que yo». Pero, tras andar un rato y darle vueltas en su mente, añadió: «¡y sabe mucho más que cualquier persona, pues ha descubierto una forma maravillosa de ser feliz!».
Fue gracias a ese hombre que no sólo la zona, sino también la felicidad de Bouffier fue protegida. Delegó tres guardabosques para el trabajo de proteger la foresta, y les conminó a resistir y rehusar las botellas de vino, el soborno de los carboneros.
El único peligro serio ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Como los coches funcionaban con gasógeno, mediante generadores que quemaban madera, nunca había leña suficiente. La tala de robles empezó en 1.940, pero la zona estaba tan lejos de cualquier estación de tren que no hubo peligro. El pastor no se enteraba de nada. Estaba a treinta kilómetros, plantando tranquilamente, ajeno a la guerra de 1.939 como había ignorado la de 1.914.
Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1.945. Tenía entonces ochenta y siete años. Volví a recorrer el camino de la «tierra estéril»; pero ahora en lugar del desorden que la guerra había causado en el país, un autobús regular unía el valle del Durance y la montaña. No reconocí la zona, y lo atribuí a la relativa rapidez del autobús... Hasta que vi el nombre del pueblo no me convencí de que me hallaba realmente en aquella región, donde antes sólo había ruinas y soledad.
El autobús me dejó en Vergons. En 1.913 este pueblecito de diez o doce casas tenía tres habitantes, criaturas algo atrasadas que casi se odiaban una a otra, subsistiendo de atrapar animales con trampas, próximas a las condiciones del hombre primitivo. Todos los alrededores estaban llenos de ortigas que serpenteaban por los restos de las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora, y una situación así raramente predispone a la virtud.
Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos que solían soplar, ahora corría una brisa suave y perfumada. Un sonido como de agua venía de la montaña. Era el viento en el bosque; pero más asombro era escuchar el auténtico sonido del agua moviéndose en los arroyos y remansos. Vi que se había construido una fuente que manaba con alegre murmullo, y lo que me sorprendió más fue que alguien había plantado un tilo a su lado, un tilo que debería tener cuatro años, ya en plena floración, como símbolo irrebatible de renacimiento.
Además, Vergons era el resultado de ese tipo de trabajo que necesita esperanza, la esperanza que había vuelto. Las ruinas y las murallas ya no estaban, y cinco casas habían sido restauradas. Ahora había veinticinco habitantes. Cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las nuevas casas, recién encaladas, estaban rodeadas por jardines donde crecían vegetales y flores en una ordenada confusión. Repollos y rosas, puerros y margaritas, apios y anémonas hacían al pueblo ideal para vivir.
Desde ese sitio seguí a pie. La guerra, al terminar, no había permitido el florecimiento completo de la vida, pero el espíritu de Elzeard permanecía allí. En las laderas bajas vi pequeños campos de cebada y de arroz; y en el fondo del valle verdeaban los prados.
Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo el paisaje brillara con salud y prosperidad. Donde antes había ruinas, ahora se encontraban granjas; los viejos riachuelos, alimentados por las lluvias y las nieves que el bosque atrae, fluían de nuevo. Sus aguas alimentaban fuentes y desembocan sobre alfombras de menta fresca. Poco a poco, los pueblecitos se habían revitalizado. Gentes de otros lugares donde la tierra era más cara se habían instalado allí, aportando su juventud y su movilidad. Por las calles uno se topaba con hombres y mujeres vivos, chicos y chicas que empezaban a reír y que habían recuperado el gusto por las excursiones. Si contábamos la población anterior, irreconocible ahora que gozaba de cierta comodidad, más de diez mil personas debían en parte su felicidad a Elzeard Bouffier.
Por eso, cuando reflexiono sobre aquel hombre armado únicamente por sus fuerzas físicas y morales, capaz de hacer surgir del desierto esa tierra de Canán, me convenzo de que a pesar de todo la humanidad es admirable. Cuando reconstruyo la arrebatadora grandeza de espíritu y la tenacidad y benevolencia necesaria para dar lugar a aquel fruto, me invade un respeto sin límites por aquel hombre anciano y supuestamente analfabeto, un ser que completó una tarea digna de Dios.
(Elzeard Bouffier murió pacíficamente en 1.947 en el hospicio de Banon).



EDUARDO MILAN: RIZOMAR EN VERSO A LA INTEMPERIE



No digan sus patas lo que no canté...


No digan sus patas lo que no canté.


Que las patas de los caballos no hablen por mí.


No soy el amante de la velocidad rizomada,


no es mía esa pelambre. No soy el fascinado por los haces


de luz que se refracta y se refracta,


haceres de cuenta de una deuda infinita,


ése son los demás, hacedores de nocturnos.


No hablen las patas por las palabras que no pude,


calle la caballería del insomnio.

"Oración por Frank Kafka" de Julia Otxoa (San Sebantian 1953)


Kafka, Frank_mural




"Oración para Franz Kafka"



de Julia Otxoa




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Bendita sea la terrible belleza de Franz Kafka


creyéndose un insecto entre nosotros,


hasta su recuerdo acudo en busca de consuelo.


Mi cabeza es un volcán que nunca duerme,


junto a mí todo es hoy El jardín de las delicias


pintado por El Bosco.


Nada entiendo.




Estoy subida en el tejado,


ya no leo los periódicos,


leer la prensa cada día,


es abrir una pequeña tumba de papel.


No sé quién soy.


El siglo a mi alrededor es incomprensible.


En aras del método,


hemos abandonado la búsqueda de la belleza.


Nos estrellamos

POEMA A KAFKA (J. KOZER)


José Kozer

Naturaleza muerta de Franz Kafka (Tríptico de Franz Kafka)
Para Jorge Rodríguez Padrón
con Pizca
Le cupo amar los gorriones.
Porque era un hombre abundante y detestable quiso creerse oscuro
como si fuera un habitante de la ciudad de Viena
condenado a inspeccionar el mundo desde los
ventanales que Stalin concibió en el Kremlin.
Pero soñaba también con los cañaverales.
Vio un día que lapidaron la imagen de San Juan de Patmos en los
ojos rasgados del fuego.
Y se sintió circundado de palomas.
Vasto en exceso, conoció momentáneamente
las desdichas de la ambigüedad.
Creyó verse asesinado entre los matorrales por los gendarmes.
Por su falta de clarividencia conoció el futuro.
En la piedra de los holocaustos comprendió su significado.
Dejaba demasiadas circunstancias por terminar.
Nadie compareció: llamaban a los fiscales en la piedad.
Lo empezaron a buscar
por Praga o en la incesante garúa de Lima pero sólo desenterraban
el veredicto que dejó en las bibliotecas.
Nadie
entre tantísimos documentos lo quiso consolar.

KAFKA: PRIMER SUFRIMIENTO (II)



En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.

Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

KAFKA: PRIMER SUFRIMIENTO (I)



Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.


De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.