domingo, 3 de junio de 2007

POESIA SAHARAUI

"Mis amigos" de Fadel Jalifa, pintor actual saharaui



Mitología

Los años son un pozo de memorias”
Mario Benedetti

---


Mi padre me dijo:
“Yo nací en año
de los dientes verdes
de los dromedarios”

---

Ahora yo me pregunto:

¿Qué hemos hecho de nuestros años,
tan lejanos y estrechos?

¿Cayeron malbaratados
entre el olvido de la tradición
y la sed de las dunas?

¿Se esfumaron en el aire
cómo haces de leña?
- --

Buscad en la poesía,
huesos de la memoria,
como nuestros antepasados.

----

Nuestros años son versos,
como una lluvia de estrellas
como la hermosa yerba
o el parto de las abejas.
Estos son nuestros años
abandonados
esqueletos trágicos,
como grandes tormentas
como una lluvia roja
o un vendaval de langostas.
Y no son estos otros
Incipientes y artificiales
que ahora colgamos
del almanaque
de nuestros sueños.

----
----

El poeta saharaui Limam Boicha de su libro "Los versos de la madera" un poema que muestra una voz valiosa, reconocible, valiente, al encuentro del poeta que lee, del nómada que lee, del niño que desde muy dentro de cada uno de nosotros lee en silencio y ama lo (im)posible y necesario.

rembrant y el cuerpo humano por Jonh Berger (II)

Meditato



Es el espacio en el que habita la conciencia de sí mismo del cuerpo que siente. No es ilimitado como el espacio subjetivo: finalmente lo enmarcan siempre las leyes del cuerpo. Pero sus hitos, sus énfasis, sus proporciones internas no paran de cambiar. El dolor agudiza nuestra conciencia de este espacio. Es el espacio de nuestra vulnerabilidad fundamental y de nuestra soledad. Y también de la enfermedad. Pero, potencialmente, es también el espacio del placer, del bienestar y de la sensación de ser querido. Robert Kramer, el director de cine, lo define así: "Detrás de los ojos y extendidos por todo el cuerpo, un universo de circuitos y sinapsis. Los trillados caminos por donde suele manar la energía." Se percibe mejor al tacto de lo que se ve con los ojos. Y Rembrandt fue el gran maestro que llevó ese espacio a la pintura.
Pensemos en las cuatro manos de la pareja de La novia judía. Son sus manos, mucho más que sus caras, las que indican: matrimonio. Pero, ¿cómo llegó él hasta allí, hasta el espacio corporal?
Betsabé leyendo la carta de David (Louvre). La figura, en tamaño natural, está sentada, desnuda. Reflexiona sobre su destino. El rey la ha visto y la desea. Su marido está lejos, en la guerra. (¿Cuántos millones de veces ha sucedido algo similar?) Arrodillada delante de ella, su criada le seca los pies. No tiene otra opción que presentarse al rey. Quedará encinta. El rey David dispondrá que maten a su querido marido. Ella lo llorará. Se casará con el rey David y le dará un hijo que llegará a ser el rey Salomón. Ya ha empezado una fatalidad, y en el centro de esta fatalidad se halla el que Betsabé sea deseable como esposa.
Y así, todo el cuadro está centrado en su núbil vientre y su ombligo, que situó a la altura de los ojos de la sirvienta. Y lo pintó con amor y compasión, como si fueran un rostro. No hay otro vientre en el arte europeo pintado con una milésima parte de este cariño. Pasó a ser el centro de su propia historia.
Cuadro tras cuadro fue confiriendo a una parte del cuerpo, o a ciertas partes del cuerpo, una fuerza narrativa especial. El cuadro habla entonces con voces distintas, como un cuento contado por diferentes personas desde puntos de vista distintos. Pero estos "puntos de vista" sólo pueden existir en un espacio corpóreo que es incompatible con el espacio territorial o el arquitectónico. El espacio corpóreo cambia sus medidas y sus centros focales continuamente, de acuerdo con las circunstancias. Se mide en ondas, no en metros. De ahí que sea necesario distorsionar el espacio "real".

La Sagrada Familia (Munich). La Virgen está sentada en el taller de José, el Niño duerme en su regazo. La relación entre la mano de la Virgen, su pecho descubierto, la cabeza de Jesús y su bracito extendido es absurda en términos de cualquier espacio pictórico convencional: nada encaja, nada pertenece al lugar que le corresponde, nada tiene el tamaño adecuado. Pero el pecho y la gota de leche que mana de él hablan a la cara del pequeño. Y la mano del pequeño habla al amorfo continente que es su madre, al tiempo que la de ésta escucha al niño que sostiene.
Sus mejores cuadros apenas ofrecen nada coherente al punto de vista del espectador. Lo que hace éste es interceptar (especialmente) los diálogos que se producen entre las partes diversas, y estos diálogos son fieles a la experiencia corpórea que le habla a algo que todos llevamos dentro. Frente a sus obras, el cuerpo del espectador recuerda su propia experiencia interior.
Los historiadores con frecuencia han señalado la "interioridad" de las imágenes de Rembrandt. Sin embargo, son lo opuesto a los iconos. Son imágenes carnales. La carne del Buey desollado no es una excepción, sino algo característico en él. De revelar una interioridad, sería la del cuerpo, aquello a lo que tratan de llegar los amantes cuando se acarician y en el momento del coito. En este contexto, esta última palabra toma un significado más literal y más poético: coire, "ir juntos".
Aproximadamente la mitad de sus grandes obras (los retratos aparte) describen el acto de abrazarse o el instante preliminar al mismo —el gesto de abrir y extender los brazos: El Hijo Pródigo, Jacob y el Ángel, Dánae, David y Absalón, La novia judía…
No se puede encontrar nada parecido en la obra de ningún otro pintor. En Rubens, por ejemplo, hay muchas figuras que se tocan, se transportan, se conducen, pero muy pocas, si es que hay alguna, que se abracen. En ningún otro pintor ocupa el abrazo esta posición suprema, central. Algunas veces el abrazo que pinta es sexual, otras no. En la fusión de dos cuerpos no sólo entra el deseo, sino también el perdón o la fe. En su Jacob y el Ángel (Berlín) vemos las tres cosas, y no es fácil separarlas.
Los hospitales públicos, que como institución se originan en la Edad Media, se llamaban en Francia Hôtels-Dieu. Eran lugares donde se daba techo y asistencia en el nombre de Dios a los enfermos o a los moribundos. Pero cuidado con idealizar. Durante la peste, el Hôtel-Dieu de París estaba tan atestado que cada cama "la ocupaban tres personas; una enferma, una agonizante y otra muerta".
Pero el término Hôtel-Dieu, interpretado de otra forma, puede ayudarnos a explicar su pintura. La clave de esa visión que distorsionaba por necesidad el espacio clásico era el Nuevo Testamento. "Y el que permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios en él […] En esto conocemos que vivimos en él, y él en nosotros, porque nos ha comunicado su espíritu." ( Primera Epístola de San Juan, cap.4, versículos 16 y 13).





"Y él en nosotros." Lo que encontraban los cirujanos en las disecciones de los cuerpos era una cosa. Otra muy distinta lo que él buscaba. Hôtel-Dieu también puede significar en francés un cuerpo en el que reside Dios. En sus últimos autorretratos, tan inefables y terribles, parece que mientras contemplaba su propia cara estuviera esperando a Dios, pese a saber perfectamente que Dios es invisible.Cuando pintaba libremente a aquellos a los que amaba o imaginaba, o a aquellos de quienes se sentía próximo, intentaba entrar en su espacio corpóreo en ese preciso momento; intentaba

Rembrandt y el cuerpo John Berger (I)


Cuando murió, a los sesenta y tres años, parecía mucho más viejo, incluso para su época. La bebida, las deudas, la muerte de muchos de sus seres queridos a causa de la peste podrían explicar los estragos sufridos. Pero los autorretratos apuntan a algo más. En su madurez le tocó vivir un clima de fanatismo económico y de indiferencia, un clima, por otro lado, no muy distinto del que se vive hoy. Ya no era posible limitarse a copiar lo humano, como en el Renacimiento; lo humano ya no era evidente: había que buscarlo en la oscuridad. Rembrandt era un hombre obstinado, dogmático, astuto, capaz de cierta crueldad. No hagamos de él un santo. Pero buscaba una manera de salir de esa oscuridad.
Dibujaba porque le gustaba. Era una forma de recordarse diariamente lo que le rodeaba. La pintura —sobre todo en la segunda mitad de su vida— era para él algo distinto: pintando intentaba encontrar una salida de la oscuridad. Quizá la extraordinaria lucidez de los dibujos nos ha impedido ver la manera en que pintaba realmente.
Rara vez hacía dibujos preliminares; empezaba pintando directamente en el lienzo. En sus pinturas apenas hay una lógica lineal o una continuidad espacial. Si sus cuadros convencen se debe a que los detalles, las partes, emergen y salen al encuentro del ojo. No hay nada dispuesto, ordenado ante nosotros, como en las obras de sus contemporáneos Ruysdael o Vermeer.
Mientras que en los dibujos dominaba completamente el espacio y la proporción, el mundo físico que presenta en sus lienzos está muy distorsionado. Esto nunca se ha recalcado lo suficiente en los estudios sobre su obra. Posiblemente porque para darse cuenta de ello hay que ser pintor, más que historiador del arte.



"Betsabe con la carta del rey David"




En una obra temprana de un hombre (él mismo) delante de un caballete en un estudio de pintor, el hombre en cuestión tiene un tamaño que apenas sobrepasa la mitad del que debería tener. En una maravilloso cuadro tardío, Mujer junto a una puerta abierta (Berlín), la mano y el brazo derecho de Hendrickje podrían ser los de un Hércules. En el Sacrificio de Abraham (San Petersburgo), Isaac tiene los rasgos físicos de un joven, pero, en relación con su padre, su tamaño es el de un niño de ocho años.
El Barroco gustaba de los escorzos y de las yuxtaposiciones improbables, pero aunque Rembrandt aprovechara las libertades que acompañaban al estilo, las distorsiones de sus cuadros no tienen mucho que ver con ellas, pues no son evidentes, sino al contrario, casi furtivas.
En el sublime San Mateo y el Ángel (Louvre), ese espacio imposible en el que se acomoda la cabeza del Ángel sobre el hombro del evangelista está discretamente insinuado, susurrado como le susurra el Ángel en el oído al santo. ¿Por qué olvidó o ignoró en los cuadros lo que era capaz de hacer con tanta maestría en los dibujos? Debía interesarle otra cosa, algo que era antitético con respecto al espacio "real".
Salgamos del museo y vayamos a las urgencias de un hospital, probablemente ubicadas en los sótanos del edificio, pues es donde suelen estar las unidades de rayos X. Los heridos y los enfermos son transportados en las camas o esperan horas, codo con codo en las sillas de ruedas, hasta que pueda atenderles el primer especialista que quede libre. Con frecuencia, los ricos pasan antes que los que están más enfermos. Pero, en cualquier caso, para los pacientes que esperan en el sótano es demasiado tarde para cambiar nada.
Cada cual vive en su propio espacio corporal cuyos hitos son el dolor o la incapacidad, una sensación o un malestar desconocidos. Los cirujanos no pueden obedecer las leyes de este espacio cuando operan, no es algo que se aprenda en las lecciones de anatomía del doctor Tulip. Una buena enfermera, sin embargo, lo reconoce al tacto y sabe que en cada colchón, en cada paciente, toma una forma distinta.




ATTILA JOZSEF: O UNA LUCIDEZ DESESPERADA

Hace cien años nació Attila József, poeta cuya vida reproduce el período más doloroso y mustio de la historia húngara. Tal vez por ello aún resulte un enigma cómo la fatalidad, el abandono y la desprotección pueden habernos dejado versos tan bellos, que discurren en ese tránsito espectral de Eros, Pathos y Thánatos, pero no como sintomatologías freudianas sino en un plano esencial en el que todo, hasta lo más amargo, adquiere inusitadas cuotas de dulzura.
Una suerte de Modigliani de la poesía, un Maiakovski sombrío o un Villon comprometido y defensor de causas perdidas, en el que convergen exacerbados el fervor político, las pulsiones de creación y de muerte. Donde los estigmas de la primera gran guerra, la pobreza y el acecho del fascismo, marcarían su obra y breve destino personal, como el símbolo más sensible de su generación trágica, en una Europa que enloquecería prontamente. Y cuya precocidad lo llevará a publicar sus primeros poemas en la principal revista literaria de Hungría, Nyugat [Occidente], cuando tenía apenas 16 años.
(Extracto de un artículo de Rafael Ojeda)



«Bella es la noche. Duerme tranquila, dulcemente.

Mis vecinos se acuestan.

Los adoquinadores caminaron a paso lento.

Lejos la piedra resonaba pura,

y el martillo

y la calle,

y ahora hay este silencio.

Hace tiempo que no te veo.

--


Tus brazos laboriosos son tan frescos

como este río del gran silencio

que no murmura y se aleja lentamente,

tan lentamente que a su lado se duermen los árboles,

y luego los peces

y yo me quedo solo, solo.


--


Estoy cansado de tanto trabajar,

También voy a dormirme.

Duerme tranquila, dulcemente.

Seguramente tú estás triste,

y por eso estoy triste también.


--


Hay silencio.

Ahora las flores nos perdonan».