jueves, 7 de abril de 2011

JAQUES RANCIÈRE: Sobre los regímenes del arte y el escaso interés del concepto de modernidad.


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Pregunta

Algunas de las categorías más esenciales para pensar la creación artística del siglo XX, a saber, las de modernidad, vanguardia y, desde hace un tiempo, posmodernidad, parecen tener igualmente un sentido político. ¿Cree que tienen algún interés para concebir en términos precisos lo que vincula "la estética" a lo "político"?

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Respuesta

No creo que los conceptos de modernidad y vanguardia hayan sido muy clarificadores para pensar ni las formas nuevas del arte desde el siglo pasado, ni las relaciones de la estética con lo político. Mezclan, en efecto, dos cosas muy distintas: una es la historicidad propia de un régimen de las artes en general. La otra es la de las decisiones de ruptura o anticipación que se producen en el interior de dicho régimen. La noción de modernidad estética recubre, sin darle concepto, la singularidad de un régimen particular de las artes, es decir de un tipo específico de vínculo entre modos de producción de obras o prácticas, formas de visibilidad de dichas prácticas y modos de conceptualización de unos y otros.

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Se impone aquí un rodeo para aclarar esta idea y situar el problema. Con respecto a lo que denominamos arte, se pueden en efecto distinguir, en la tradición occidental, tres grandes regímenes de identificación. En primer lugar, está eso que yo propongo denominar un régimen ético de las imágenes. En este régimen, "el arte" no es identificado como tal, sino que se encuentra subsumido bajo la cuestión de las imágenes. Existe un tipo de seres, las imágenes, que son objeto de una doble cuestión: la de su origen y, en consecuencia, su contenido de verdad; y la de su destino: los usos a los que sirven y los efectos que inducen. Se desprende de ese régimen la cuestión de las imágenes de la divinidad, del derecho o la prohibición de producirlas, el estatuto y la significación de aquellas que se producen. También se desprende de ahí toda la polémica platónica contra los simulacros de la pintura, el poema y la escena. Platón no somete, como suele decirse, el arte a la política. Esta distinción misma carece de sentido para él. Para él no existe arte, sino solamente artes, maneras de hacer. Y es entre ellas donde traza la línea de la división: hay artes verdaderas, es decir, saberes basados en la imitación de un modelo con fines definidos, y simulacros de arte que imitan simples apariencias. Estas imitaciones, diferenciadas por su origen, lo son luego por su destino: por cómo las imágenes del poema dan a los niños y a los espectadores ciudadanos una cierta educación y se inscriben en la división de las ocupaciones de la ciudad. En este sentido me refiero al régimen ético de las imágenes. Se trata, en este régimen, de saber en qué concierne la manera de ser de las imágenes al ethos, a la manera de ser de los individuos y las colectividades. Y esta cuestión impide al "arte" individualizarse como tal(2).

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Del régimen ético de las artes se separa el régimen poético -o representativo- de las artes. Éste identifica el hecho del arte -o más bien de las artes- en el binomio poiesis/mimesis. El principio mimético no es en su fondo un principio normativo que afirme que el arte deba hacer copias parecidas a sus modelos. Es en primer lugar un principio pragmático que aísla, en el ámbito general de las artes (de las maneras de hacer), ciertas artes particulares que ejecutan cosas específicas, a saber, imitaciones. Estas imitaciones se sustraen a la vez tanto a la verificación ordinaria de los productos de las artes por su uso como a la legislación de la verdad sobre los discursos y las imágenes. Ésta es la gran operación efectuada por la elaboración aristotélica de la mimesis y por el privilegio otorgado a la acción trágica. Es el hecho del poema, la fabricación de una intriga que organiza acciones que representan a hombres activos, que se pone en primer plano, en detrimento del ser de la imagen, copia interrogada sobre su modelo. Tal es el principio de este cambio de función del modelo dramático al que antes me refería. De este modo, el principio de delimitación externa de un ámbito compuesto por imitaciones es al mismo tiempo un principio normativo de inclusión. Se desarrolla en formas de normatividad que definen las condiciones según las cuales las imitaciones pueden ser reconocidas como pertenecientes propiamente a un arte y apreciadas, en su entorno, como buenas o malas, adecuadas o inadecuadas: divisiones de lo representable y lo irrepresentable, distinción de géneros en función de lo representado, principios de adaptación de las formas de expresión a los géneros, y por tanto a los temas representados, distribución de las semejanzas según los principios de verosimilitud o correspondencias, criterios de distinción y comparación entre las artes, etcétera.

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Denomino este régimen como poético en cuanto que identifica las artes -eso que la época clásica denominaría las "bellas artes"- en el seno de una clasificación de las maneras de hacer, y define en consecuencia maneras de hacer las cosas bien y de apreciar las imitaciones. Lo denomino representativo, en cuanto que es la noción de representación o de mimesis la que organiza estas maneras de hacer, ver y juzgar. Pero, insisto, la mimesis no es la ley que somete las artes a la semejanza. Es en primer lugar la baza en la distribución de las maneras de hacer y de las ocupaciones sociales que hacen visibles las artes. No es un procedimiento del arte, sino un régimen de visibilidad de las artes. Un régimen de visibilidad de las artes es a un mismo tiempo lo que da autonomía a las artes y lo que articula esa autonomía en un orden general de maneras de hacer y ocupaciones. Es lo que yo recordaba hace un instante a propósito de la lógica representativa. Ésta entre en una relación de analogía global con una jerarquía global de las ocupaciones políticas y sociales: la primacía representativa de la acción sobre los personajes o de la narración sobre la descripción, la jerarquía de los géneros según la dignidad de sus temas, y la primacía incluso del arte de la palabra, de la palabra en acto, entran en analogía con toda una visión jerárquica de la comunidad.

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A este régimen representativo se opone el régimen que yo denomino estético de las artes. Estético, porque la identificación del arte no se establece aquí ya por una distinción en el seno de las maneras de hacer, sino por la distinción de un modo de ser sensible que es propio de los productos del arte. La palabra estética no nos remite a una teoría de la sensibilidad, del gusto y del placer de los aficionados al arte. Nos remite propiamente al modo de ser específico de aquello que pertenece al arte, al modo de ser de sus objetos. En el régimen estético de las artes, las cosas del arte son identificadas por su pertenencia a un régimen específico de lo sensible. Este ámbigo sensible, sustraído a sus conexiones corrientes, contiene una potencia heterogénea, la potencia de un pensamiento que se ha convertido en algo extraño respecto de sí mismo: producto idéntico al no producto, saber transformado en no saber, logos idéntico a un pathos, intención de lo no intencional, etcétera. Esta idea de un sensible convertido en extraño respecto de sí mismo, lugar de un pensamiento convertido en extraño respecto de sí mismo, es el núcleo invariable de las identificaciones del arte que configuran en su origen el pensamiento estético: descubrimiento por parte de Vico del "verdadero Homero" como poeta a pesar de sí mismo, "genio" kantiano ignorante de la ley que produce, "estado estético" shilleriano, compuesto por la doble suspensión de la actividad de entendimiento y de la pasividad sensible, definición schellinguiana de l arte como identidad de un proceso consciente y de un proceso inconsciente, etcétera. Esa idea recorre incluso las autodefiniciones de las artes que caracterizan el arte moderno. idea proustiana del libro íntegramente calculado y absolutamente sutraído a la voluntad; idea mallarmeana del poema del espectador-poeta, escrito "sin aparato de escriba" por los pasos de la bailarina iletrada; práctica surrealista que expresa el inconsciente del artista con las ilustraciones anticuadas de los catálogos o de los folletones del siglo anterior; idea bressoniana del cine como pensamiento del cineasta tomado del cuerpo de los "modelos", quienes, al repetir sin pensarlo las palabras y los gestos que él les dicta, manifiestan, sin saberlo él y sin saberlo ellos, su verdad propia, etcétera.

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Es inútil seguir con las definiciones y ejemplos. Es preciso, por el contrario, señalar el meollo del problema. El régimen estético de las artes es el que identifica propiamente al arte en singular y desvincula este arte de toda regla específica, de toda jerarquía de los temas, los géneros y las artes. Pero lo hace de modo que hace añicos la barrera mimética que distinguía las maneras de hacer del arte respecto de las otras maneras de hacer, y que separaba sus reglas del ámbito de las ocupaciones sociales. Afirma la absoluta singularidad del arte y destruye al mismo tiempo todo criterio pragmático de dicha singularidad. Inaugura al mismo tiempo la autonomía del arte y la identidad de sus formas con aquellas mediante las cuales la propia vida se da forma. El "estado estético" schilleriano, que es el primer manifiesto -en cierto modo insuperable- de este régimen, señala claramente esta identidad fundamental de los contrarios. El estado estético es pura suspensión, momento en que la forma se experimenta por sí misma. Es, además, el momento de formación de una humanidad específica.

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A partir de ahí se pueden comprender las funciones que juega la noción de modernidad. Se puede afirmar que el régimen estético de las artes es el nombre verdadero de aquello que designa la denominación confusa de modernidad. Pero la "modernidad" es algo más que una denominación confusa. La "modernidad" en sus distintas versiones es el concepto que se aplica para ocultar la especificidad de este régimen de las artes y el sentido mismo de la especificidad de los regímenes del arte. Traza, para exaltarla o para deplorarla, una sencilla línea de paso o de ruptura entre lo antiguo y lo moderno, lo representativo y lo no representativo o lo antirrepresentativo. El punto de apoyo de esta historización simplista ha sido el paso a la no figuración en pintura. Este paso ha sido teorizado en una asimilación escueta con un destino general antimimético de la "modernidad" artística. Cuando los vates de esta modernidad vieron los lugares de exhibición de este sabio destino de la modernidad invadidos por todo tipo de objetos, máquinas y dispositivos no identificados, comenzaron a denunciar la "tradición de lo nuevo", una voluntad de innovación que reduciría la modernidad artística al vacío de su autoproclamación. Pero es en el punto de partida donde está el error. El salto fuera de la mimesis no supone en absoluto el rechazo de la figuración. Y su momento inaugural a menudo se ha denominado realismo, lo cual no significa en modo alguno una valorización de la semejanza, sino la destrucción de los marcos en los que funcionaba. Así pues, el realismo novelesco es en primer lugar la inversión de las jerarquías de la representación (la primacía de lo narrativo sobre lo descriptivo o la jerarquía de los temas) y la adopción de un modo de focalización fragmentado o cercano que impone la presencia bruta en detrimento de los encadenamientos racionales de la historia. El régimen estético de las artes no opone lo antiguo a lo moderno. Opone más profundamente dos regímenes de historicidad. Es en el seno del régimen mimético donde lo antiguo se opone a lo moderno. En el régimen estético del arte, el futuro del arte, su distancia respecto del presente del no-arte, no deja de proponer de nuevo el pasado.

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Quienes exaltan o denuncian la "tradición de lo nuevo" olvidan, en efecto, que esa tradición tiene como estricto complemento la "novedad de la tradición". El régimen estético de las artes no comenzó con decisiones de ruptura artística. Comenzó con decisiones de reinterpretación de qué hace el arte o de quién hace arte. Vico al descubrir el "verdadero Homero", es decir, no un inventor de fábulas y personajes, sino un testigo de la riqueza visual del lenguaje y el pensamiento de los pueblos de la Antigüedad; Hegel al marcar el verdadero tema de la pintura holandesa de género: en absoluto historias de posada o descripciones de interiores, sino la libertad de un pueblo, impreso en forma de reflejos de luz; Hölderlin al reinventar la tragedia griega; Balzac al oponer la poesía del geólogo que reconstituye mundos a partir de huellas y fósiles frente a aquella que se contenta con reproducir ciertas agitaciones del alma; Mendelsohn al volver a interpretar la Pasión según san Mateo, etcétera. El régimen estético de las artes es en primer lugar un régimen nuevo de la relación con lo antiguo. Constituye, en efecto, como principio mismo de artisticidad, esta relación de expresión de un tiempo y un estado de civilización que anteriormente era la parte "no artística" de las obras (aquella que se disculpaba con una invocación a la rudeza de los tiempos en los que había vivido el autor). Inventa sus revoluciones sobre la base de la idea misma que le hace inventar el museo y la historia del arte, la noción de clasicismo y las formas nuevas de la reproducción... Y se entrega a la invención de formas nuevas de vida sobre la base de una idea de lo que el arte ha sido, habrá sido. Cuando los futuristas o los constructivistas proclaman el fin del arte y la identificación de sus prácticas con aquellas que edifican, ritman o decoran los espacios y los tiempos de la vida común, proponen un fin del arte como identificación con la vida de la comunidad, que es tributaria de la relectura schilleriana y romántica del arte griego como modo de vida de una comunidad -a la vez que se comunica, por otra parte, con las nuevas maneras de los inventores publicitarios que, a su vez, no proponen ninguna revolución, sino solamente una nueva manera de vivir entre las palabras, las imágenes y las mercancías. La idea de modernidad es un concepto equívoco que pretende ser un corte en la configuración compleja del régimen estético de las artes, seleccionar las formas de ruptura, los gestos iconoclastas, etcétera, separándolos de su contexto: la reproducción generalizada, la interpretación, la historia, el museo, el patrimonio... Pretende que exista un sentido único, mientras que la temporalidad propia del régimen estético de las artes es la de una copresencia de temporalidades heterogéneas.

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La noción de modernidad parece así inventada a toda prisa para interferir en la comprensión de las transformaciones del arte y de sus relaciones con las otras esferas de la experiencia colectiva. Existen, en mi opinión, dos grandes formas de esta interferencia. Ambas se basan, sin analizarla, en esa contradicción constitutiva del régimen estético de las artes que hace del arte una forma autónoma de la vida y que a la vez plantea la autonomía del arte y su identificación con un momento de un proceso de autoformación de la vida. De ahí se desprenden la dos grandes variantes del discurso sobre la "modernidad". La primera busca una modernidad simplemente identificada con la autonomía del arte, una revolución "antimimética" del arte idéntica a la conquista de la forma pura, al fin puesta al desnudo, del arte. Todo arte afirmaría entonces la pura potencia del arte en la exploración de los poderes propios de su medio específico. La modernidad poética o literaria sería la exploración de los poderes de un lenguaje separado de sus usos comunicacionales. La modernidad pictórica sería el retorno de la pintura a su propio medio: el pigmento coloreado y la superficie bidimensional. La modernidad musical se identificaría con el lenguaje de doce sonidos, despojado de toda analogía con el lenguaje expresivo, etcétera. Y estas modernidades específicas estarían en relación de analogía a distancia con una modernidad política, susceptible de identificarse, según las épocas, con la radicalidad revolucionaria o con la modernidad sobria y desencantada del buen gobierno republicano. Lo que se llama "crisis del arte" es en lo esencial el fracaso de este paradigma modernista simple, cada vez más alejado tanto de las mezclas de géneros y soportes como de las polivalencias políticas de las formas contemporáneas de las artes.

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Este fracaso está obviamente condicionado en exceso por la segunda gran forma del paradigma modernista, que podría denominarse modernitarismo. Me refiero con esto a la identificación de las formas del régimen estético de las artes con las formas de cumplimento de una tarea o de un destino propio de la modernidad. En la base de esta identificación hay una interpretación específica de la contradicción matricial de la "forma" estética. A lo que se da valor, por tanto, es a la determinación del arte como forma y autoformación de la vida. En el punto de partida se encuentra esta referencia ineludible que constituye la noción schilleriana de la educación estética del hombre. Es esta noción la que ha fijado la idea de que dominación y servidumbre son en primer lugar distribuciones ontológicas (actividad del pensamiento contra pasividad de la materia sensible) y la que ha definido un estado neutro, un estado de doble anulación en el que actividad de pensamiento y receptividad sensible se convierten en una única realidad, constituyen una especie de nueva región del ser -la de la apariencia y el juego libres- que hace pensable esa igualdad que la Revolución Francesa, según Schiller, demuestra imposible de materializar directamente. Es este modo específico de ocupación del mundo sensible lo que debe ser desarrollado por la "educación estética" para producir hombres susceptibles de vivir en una comunidad política libre. Sobre este pedestal se construye la idea de la modernidad como tiempo dedicado a la realización sensible de una humanidad aún latente del hombre. Sobre este punto puede decirse que la "revolución estética" ha producido una idea nueva de la revolución política, como realización sensible de una humanidad común solamente existente aún en forma de idea. Es así como el "estado estético" schilleriano se convirtió en "programa estético" del romanticismo alemán, el programa resumido en ese borrador redactado en común por Hegel, Hölderlin y Schelling: la realización sensible, en las formas de la vida y de la creencia populares, de la libertad incondicional del pensamiento puro. Este paradigma de autonomía estética fue el que se convirtió en el paradigma nuevo de la revolución y permitió luego el breve pero decisivo encuentro de los artesanos de la revolución marxista y los artesanos de las formas de la vida nueva. El fracaso de esta revolución determinó el destino -en dos tiempos- del modernitarismo. En un primer tiempo, el modernismo artístico se opuso, en su potencial revolucionario auténtico de rechazo y promesa, a la degeneración de la revolución política. El surrealismo y la Escuela de Frankfurt fueron los principales vectores de esta contramodernidad. En un segundo tiempo, el fracaso de la revolución política fue considerado como el fracaso de su modelo ontológico-estético. La modernidad se convirtió entonces en una especie de destino fatal basado en un olvido fundamental: esencia heideggeriana de la técnica, corte revolucionario de la cabeza del rey y de la tradición humana, y finalmente pecado original de la criatura humana, olvidadiza de su deuda hacia el Otro y de su sumisión a los poderes heterogéneos de lo sensible.

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Lo que se denomina posmodernismo es propiamente el proceso de esa inversión. En un primero tiempo, el posmodernismo puso al día todo aquello que, en la evolución reciente de las artes y de sus formas de pensabilidad, desmantelaba el edificio teórico del modernismo: los pasos y las mezclas entre artes que invalidaban la ortodoxia lessinguiana de la separación de las artes; la quiebra del paradigma de la arquitectura funcionalista y el retorno de la línea curva del ornamento, la quiebra del modelo pictórico/bidimensional/abstracto mediante los retornos de la figuración y de la significación y la lenta invasión del espacio de exposición de los cuadros por las formas tridimensionales y narrativas, del arte pop al arte de las instalaciones y a las "habitaciones" del videoarte (3).; las combinaciones nuevas de la palabra y la pintura, de la escultura monumental y la proyección de sombras y luces; la eclosión de la tradición serial a través de las mezclas nuevas entre géneros, épocas y sistemas musicales. El modelo teleológico de la modernidad se ha vuelto insostenible, a la vez que sus divisiones entre los "ámbitos propios" de las distintas artes, o la separación de un terreno puro del arte. El posmodernismo, en cierto sentido, ha sido el nombre con el que ciertos artistas y pensadores tomaron conciencia de lo que había sido el modernismo: un intento desesperado de crear un "ámbito propio del arte", vinculándolo a una teleología final simple de la evolución y ruptura históricas. Y en realidad no era necesario convertir ese reconocimiento tardío de un dato fundamental del régimen estético de las artes en un corte temporal efectivo, en el verdadero fin de un periodo histórico.

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Pero precisamente la continuación vino a demostrar que el posmodernismo era más que eso. Enseguida la alegre licencia posmoderna, su exaltación del carnaval de los simulacros, mestizajes e hibridaciones de todo tipo, se transformó en cuestionamiento de esa libertad o autonomía cuyo cumplimiento el principio modernitario convirtió -o habría convertido- en misión del arte. Del carnaval hemos vuelto ahora al escenario primitivo. Pero el escenario primitivo se toma en dos sentidos: el punto de partida de un proceso o la separación original. La fe modernista estaba ligada a la idea de aquella "educación estética del hombre" que Schiller había tomado del análisis kantiano de lo bello. La inversión posmoderna tuvo como fundamento teórico el análisis lyotardiano de lo sublime kantiano, reinterpretado como escenario de un aislamiento primordial entre la idea y toda representación sensible. A partir de ahí, el posmodernismo entró en el gran concepto del duelo y el arrepentimiento del pensamiento modernitario. Y el escenario del aislamiento sublime ha venido a resumir todo tipo de escenarios de pecado o aislamiento originales: la fuga heideggeriana de los dioses; lo irreductible freudiano del objeto insimbolizable y de la pulsión de muerte; la voz de lo Absolutamente Otro pronunciando la prohibición de la representación; el asesinato revolucionario del Padre. El posmodernismo se convirtió así en el gran canto fúnebre de lo irrepresentable/intratable/irredimible, que denuncia la locura moderna de la idea de una autoemancipación de la humanidad del hombre y su inevitable e interminable culminación en los campos de exterminio.

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La noción de vanguardia definió el tipo de tema correspondiente a la visión modernista y dispuesto a conectar según dicha visión lo estético y lo político. Su éxito tiene menos que ver con la cómoda conexión que propone entre la idea artística de la novedad y la idea de la dirección política del movimiento, que con la conexión más secreta que establece entre dos ideas de la "vanguardia". Existe la noción topográfica y militar de la fuerza que marcha en cabeza, que ostenta la inteligencia del movimiento, resume sus fuerzas, determina el sentido de la evolución histórica y elige las orientaciones políticas subjetivas. En resumen, existe esa idea que liga la subjetividad política a una cierta forma -la del partido, destacamento avanzado que extrae su capacidad dirigente de su capacidad para leer e interpretar los signos de la historia. También existe esa otra idea de la vanguardia que tiene sus raíces en la anticipación estética del futuro, según el modelo schilleriano. Si el concepto de vanguardia tiene un sentido en el régimen estético de las artes, es en este aspecto: no en el aspecto de los destacamentos avanzados de la novedad artística, sino en el aspecto de la invención de las formas sensibles y de los cuadros materiales de una vida futura. Ahí es donde la vanguardia "estética" ha contribuido a la vanguardia "política", o donde ha querido y creído contribuir a ella, transformando la política en programa total de vida. La historia de las relaciones entre partidos y movimientos estéticos es en primer lugar la historia de una confusión, a veces complacientemente mantenida, otras veces violentamente denunciada, entre esas dos ideas de vanguardia, que son de hecho dos ideas distintas de la subjetividad política: la idea archipolítica del partido, es decir, la idea de una inteligencia política que resume las condiciones esenciales del cambio, y la idea metapolítica de la subjetividad política global, la idea de la virtualidad en los modos de experiencia sensibles e innovadores que anticipan la comunidad futura. Pero esta confusión no tiene nada de accidental. No es, como suele pensarse hoy, que las pretensiones de los artistas de una revolución total de lo sensible hayan preparado la cama al totalitarismo. Es más bien que la idea misma de vanguardia política está dividida entre la concepción estratégica y la concepción estética de la vanguardia.

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Jaques Rancière

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2. Se puede comprender a partir de ahí el paralogismo contenido en todas las tentativas de deducir del estatuto ontológico de las imágenes las características de las artes (por ejemplo, los incesantes intentos de extraer de la teología del icono la idea de lo "propio" de la pintura, la fotografía o el cine). Este intento establece una relación de causa a efecto entre las propiedades de dos regímenes de pensamiento que se excluyen. El mismo problema plantea el análisis benjaminiano del aura. Benjamin establece en efecto una deducción equívoca del valor ritual de la imagen en el valor de unicidad de la obra de arte. "Es un hecho de importancia decisiva que la obra de arte no puede sino perder su aura desde el momento en que no queda ya en ella ningún rastro de su función ritual. En otras palabras, el valor de unicidad propio de la obra de arte "auténtica" se basa en ese ritual que fue en el origen el soporte de su antiguo valor de utilidad" ("La obra de arte en la era de la reproducción mecánica"). Este "hecho" no es en realidad sino el ajuste problemático de dos esquemas de transformación: el esquema historizante de la "secularización de lo sagrado" y el esquema económico de la transformación del valor de uso en valor de cambio. Pero allí donde el servicio sagrado definía el destino de la estatua o de la pintura como imágenes, no puede aparecer la idea misma de una especificidad del arte y de una propiedad de unicidad de sus "obras". La desaparición de lo uno es necesaria para la aparición de lo otro. De ahí no se desprende en modo alguno que lo segundo sea la forma transformada de lo primero. El "en otras palabras" supone equivalentes dos proposiciones que no lo son en absoluto y permite todo tipo de tránsitos entre la explicación materialista del arte y su transformación en teología profana. De este modo, la teorización benjaminiana del tránsito de lo cultual a lo exposicional sostiene hoy en día tres discursos concurrentes: el que celebra la desmitificación moderna del misticismo artístico, el que dota a la obra y a su espacio de exposición de valores sagrados de la representación de lo invisible, y el que opone a los tiempos desvanecidos de la presencia de los dioses el tiempo del abandono del "ser-exposición" del hombre.

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Entrevista completa en mesetas.net, aquí

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