jueves, 3 de mayo de 2007

INTELIJENCIA JUANRAMONIANA

¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!


...Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas...

¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!



Juan Ramón Jimenez

FEDERICO GARCIA LORCA

¡Oh, qué dolor el dolor
antiguo de la poesía,
este dolor pegajoso
tan lejos del agua limpia!


"Encrucijada"

Federico García Lorca

LA LITERATURA Y LA VIDA según Guilles Deleuze


Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. 4 Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». 5 Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a unniño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pagado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot). 6 Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, veel oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.

No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. 7 De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.
La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre». 8 Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor. 9 Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).

GILLES DELEUZE

WATANABE: POESIA PERUANA AETERNUM

DUELO EN LA POESÍA PERUANA. MURIÓ JOSÉ WATANABE

Por: Billy Crisanto SeminarioActualizado el: 2007-04-27 08:00:45


Watanabe destacó por la vitalidad, su preocupación por las desigualdades sociales en su país, su sencillez y su hábito de trabajar sus poemas en las noches.

Una de las voces más innovadoras de la poesía peruana de nuestro tiempo
Lima EFE El poeta peruano José Watanabe, fallecido ayer repentinamente a los 61 años por un cáncer a la garganta, realizó su obra poética con pocas palabras que, a su vez, tenían la capacidad de hacer mágica la vida cotidiana.
Watanabe fue, además de poeta, editor de libros para niños y adolescentes, guionista de cine y teatro, gerente del canal estatal de televisión durante el Gobierno de Transición de Perú (2000-01), y un fanático de la música en todas sus variantes.
Nació en 1946, de padre japonés y madre andina, en Laredo, localidad ubicada en el departamento de La Libertad, al norte de Perú.
A los 24 años, obtuvo junto a Antonio Cillóniz el primer premio del concurso "Poeta Joven del Perú", que organizara la revista Cuadernos trimestrales de poesía, galardón que ganaron antes los célebres poetas Javier Heraud y César Calvo.

Entre sus conocidos, Watanabe destacó por la vitalidad, su preocupación por las desigualdades sociales en su país, su sencillez y su hábito de trabajar sus poemas en las noches.

Los libros poéticos de Watanabe son: "Album de familia", "El uso de la palabra", "Historia Natural", "Cosas del cuerpo", "Habitó entre nosotros", "La piedra alada" y "Banderas detrás de la niebla".
"La piedra alada", que se vendió junto a un disco del rockero peruano Rafo Raéz, quien volvió canciones sus poemas, encabezó en 2005 las listas de ventas en España durante varias semanas.
Al respecto, el director del Centro Cultural de España en Perú, Ricardo Ramón, dijo a Efe que Watanabe "fue un maestro del arte de decir mucho con pocas palabras".
"Las medía mucho, era muy esquemático, pero ello no le quitaba una pizca de profundidad a su pensamiento y a las emociones que transmitía", enfatizó.

"Fuimos coproductores de "La piedra alada" que fue un éxito en España y Latinoamérica, trabajar con Watanabe era algo increíble, porque era un hombre vital, creativo y adicto al humor negro", explicó.
En su faceta de guionista de cine, adaptó la novela "La ciudad y los perros", del escritor Mario Vargas Llosa, que dirigió el cineasta peruano Francisco Lombardi.
También escribió los guiones de "Maruja en el infierno", la primera película de Lombardi; "Alias la gringa", de Alberto Durand.
"Anda, corre, vuela" de Augusto Tamayo; y "Reportaje a la muerte", de Danny Gavidia, todos directores peruanos.
Fue coautor, con Amelia Morimoto y Óscar Chambi, del libro "La memoria del ojo: cien años de presencia japonesa en el Perú", texto que reúne fotografías de la inmigración de japoneses a territorio peruano desde fines del siglo XIX.