domingo, 3 de junio de 2007

Rembrandt y el cuerpo John Berger (I)


Cuando murió, a los sesenta y tres años, parecía mucho más viejo, incluso para su época. La bebida, las deudas, la muerte de muchos de sus seres queridos a causa de la peste podrían explicar los estragos sufridos. Pero los autorretratos apuntan a algo más. En su madurez le tocó vivir un clima de fanatismo económico y de indiferencia, un clima, por otro lado, no muy distinto del que se vive hoy. Ya no era posible limitarse a copiar lo humano, como en el Renacimiento; lo humano ya no era evidente: había que buscarlo en la oscuridad. Rembrandt era un hombre obstinado, dogmático, astuto, capaz de cierta crueldad. No hagamos de él un santo. Pero buscaba una manera de salir de esa oscuridad.
Dibujaba porque le gustaba. Era una forma de recordarse diariamente lo que le rodeaba. La pintura —sobre todo en la segunda mitad de su vida— era para él algo distinto: pintando intentaba encontrar una salida de la oscuridad. Quizá la extraordinaria lucidez de los dibujos nos ha impedido ver la manera en que pintaba realmente.
Rara vez hacía dibujos preliminares; empezaba pintando directamente en el lienzo. En sus pinturas apenas hay una lógica lineal o una continuidad espacial. Si sus cuadros convencen se debe a que los detalles, las partes, emergen y salen al encuentro del ojo. No hay nada dispuesto, ordenado ante nosotros, como en las obras de sus contemporáneos Ruysdael o Vermeer.
Mientras que en los dibujos dominaba completamente el espacio y la proporción, el mundo físico que presenta en sus lienzos está muy distorsionado. Esto nunca se ha recalcado lo suficiente en los estudios sobre su obra. Posiblemente porque para darse cuenta de ello hay que ser pintor, más que historiador del arte.



"Betsabe con la carta del rey David"




En una obra temprana de un hombre (él mismo) delante de un caballete en un estudio de pintor, el hombre en cuestión tiene un tamaño que apenas sobrepasa la mitad del que debería tener. En una maravilloso cuadro tardío, Mujer junto a una puerta abierta (Berlín), la mano y el brazo derecho de Hendrickje podrían ser los de un Hércules. En el Sacrificio de Abraham (San Petersburgo), Isaac tiene los rasgos físicos de un joven, pero, en relación con su padre, su tamaño es el de un niño de ocho años.
El Barroco gustaba de los escorzos y de las yuxtaposiciones improbables, pero aunque Rembrandt aprovechara las libertades que acompañaban al estilo, las distorsiones de sus cuadros no tienen mucho que ver con ellas, pues no son evidentes, sino al contrario, casi furtivas.
En el sublime San Mateo y el Ángel (Louvre), ese espacio imposible en el que se acomoda la cabeza del Ángel sobre el hombro del evangelista está discretamente insinuado, susurrado como le susurra el Ángel en el oído al santo. ¿Por qué olvidó o ignoró en los cuadros lo que era capaz de hacer con tanta maestría en los dibujos? Debía interesarle otra cosa, algo que era antitético con respecto al espacio "real".
Salgamos del museo y vayamos a las urgencias de un hospital, probablemente ubicadas en los sótanos del edificio, pues es donde suelen estar las unidades de rayos X. Los heridos y los enfermos son transportados en las camas o esperan horas, codo con codo en las sillas de ruedas, hasta que pueda atenderles el primer especialista que quede libre. Con frecuencia, los ricos pasan antes que los que están más enfermos. Pero, en cualquier caso, para los pacientes que esperan en el sótano es demasiado tarde para cambiar nada.
Cada cual vive en su propio espacio corporal cuyos hitos son el dolor o la incapacidad, una sensación o un malestar desconocidos. Los cirujanos no pueden obedecer las leyes de este espacio cuando operan, no es algo que se aprenda en las lecciones de anatomía del doctor Tulip. Una buena enfermera, sin embargo, lo reconoce al tacto y sabe que en cada colchón, en cada paciente, toma una forma distinta.




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