jueves, 15 de septiembre de 2011

EDUARDO MOGA: LA CERTEZA DE LO VACÍO

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La certeza de lo vacío
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Una reseña de Poesía ante la incertidumbre, por Eduardo Moga


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La sola visión de Poesía ante la incertidumbre nos depara diversos asombros: el primero, que sea una antología sin antólogo, constituida por la reunión anónima de varios autores españoles e hispanoamericanos; y el segundo, que reúna a ocho nuevos poetas en español, como reza el subtítulo, de los que uno ha fallecido ya, dos rozan los cuarenta años —y cuentan, entre ambos, con más de una docena de títulos publicados— y todos los demás, excepto uno, se encuentran en la treintena, con asimismo dilatados currícula. Pero la incoherencia de considerar nuevos a venerables paterfamilias, que han publicado más que Mario Ángel Marrodán, es solo una más de las muchas incoherencias del libro, y no la peor. Porque el asombro inicial se convierte en estupor al leer el prólogo, «Defensa de la poesía», que, carente de firma, suma un nuevo anonimato al volumen: si Poesía ante la incertidumbre es una antología sin antólogo, este es un prólogo sin prologuista. Y también un manifiesto embozado, en el que los nuevos poetas se revelan viejos: abogan por los mismos principios que formularon hace treinta años —y que han defendido desde entonces con imprescriptible ardor— los llamados poetas de la experiencia en España, y lo hacen incluso con las mismas palabras. Uno no sabe qué resulta más deplorable: si la repetición párvula de lo ya sabido o la inanidad conceptual de la proclama. Después de tres décadas de estragante figurativismo, y cuando uno ya lo creía extinguido, felizmente, aparece esta juvenilia psitácida que nos recuerda que las cosas siempre pueden empeorar. Los autores de Poesía ante la incertidumbre se plantan ante la incertidumbre —como si fuera mala: muchos, como Emily Dickinson, solo encuentran apoyo en lo inestable— y enuncian su dictado: hay que despejarla con una poesía comprensible, alejada de artificios y oscuridades, que emocione; con una poesía de la calle, en tejanos, o, como diría Mariano Rajoy, propia de las personas normales. 
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Los poetas realistas, como los recogidos en esta antología, se aferran a la inteligibilidad como un náufrago a su pecio: les salva la vida, pero no se puede decir que naveguen. Nunca han entendido que entender, en poesía, es un entender distinto del que desplegamos cuando consultamos el catálogo de Ikea, ojeamos una reseña de García Martín o realizamos cualquier otra actividad intelectual intrascendente: la comprensión meramente funcional —«informativa», la llama Gamoneda— no se aplica, o no se aplica por entero, a un lenguaje cuyo propósito es estético, y que, por lo tanto, apela a los estratos sensoriales, lúdicos o irracionales de la comunicación. Y, así, si uno experimenta ese placer estético con un poema de Paz o de Perse, de Valente o de Aleixandre, aunque no lo comprenda lógicamente, es que lo ha entendido. Para defender el imperio de la claridad, los poetas ante la incertidumbre recurren a las denuncias y los tópicos habituales, como el del charco enturbiado para que parezca profundo —una memorable aportación de Juan Manuel Roca, que no ha considerado indigno  sumar su nombre, con el texto de la contracubierta, a este proyecto—, sin reparar en que también existen los charcos transparentes, pero superficiales. Este es uno de los vicios recurrentes en el análisis de los poetas realistas: atribuir a los conceptos un sentido único, excluyendo todos los demás. Por eso entender es acceder racionalmente, y no comprender mediante los sentidos, la intuición o el sueño, esto es, cuanto constituye el envés psíquico del ser humano, pero tan común, tan real, como sus edificaciones lógicas; o por eso emocionar es suscitar el desperezo sentimental de la gente corriente, en lugar de promover cualquier otra suerte de goce subjetivo, ya sea afectivo o intelectual (¿Mallarmé emociona? ¿lo hace Pound?). Pero los poetas ante la incertidumbre, siguiendo el ejemplo de sus mayores, no se limitan a reducir los significados, sino que también reducen a los interlocutores. Así, quienes experimentan con el lenguaje son unos histéricos, y los que buscan la novedad, unos ingenuos; y quienes escriben poemas que les resultan ininteligibles, o son unos ineptos o unos pedantes, o carecen de ideas o, peor aún, de «latido», es decir, de humanidad. A todo discrepante, a todo aquel que conciba la poesía de otro modo, se le niega la condición de ser equilibrado y vivo, se le deshumaniza, y, por consiguiente, se le expulsa del debate y del mundo.
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Junto a estos alegatos pueriles y estas elucubraciones perversas, los poetas de la antología incurren en no pocas incongruencias estéticas. Se declaran admiradores de Ángel González, Luis García Montero o Mario Benedetti, entre otros, para, a continuación, sostener que «siguieron (...) la tradición literaria» de Alberti, Vallejo, Neruda, García Lorca, Cernuda y «el primer Octavio Paz»; y uno se pregunta, consternado, dónde estará la herencia de Vallejo en los cancioneros de Benedetti, la del Canto general en los gorjeos particulares de García Montero, o la de Un río, un amor en las humoradas de González. También afirman creer que «una de las misiones de la poesía es enfrentarse al poder», un propósito loable, aunque no entendamos cómo puede alardear de rebelde quien ha ganado tres veces el premio nacional de poesía de su país, como el salvadoreño Julio Galán, quien ha obtenido varias becas de las instituciones culturales del Estado, como el mexicano Alí Calderón, quienes dirigen el Festival Internacional de Poesía de Granada, como los españoles David Rodríguez Moya y Fernando Valverde, o quien ha formado parte del comité organizador del Festival Internacional de Poesía de Medellín, como la colombiana Andrea Cote; y aunque creamos que la verdadera forma de oponerse a la manipulación colectiva no es acomodarse a los valores de la mayoría, ni adherirse a los discursos segregados por las instituciones o los conglomerados de poder, sino impugnar el principal mecanismo de representación del mundo y de construcción de la realidad: el lenguaje.

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Pese a estas disparidades, es preciso reconocer que los poetas de Poesía ante la incertidumbre comparten algunos rasgos, bien extraliterarios, como que cinco de los ocho antologados hayan publicado en la editorial Visor, bien lingüísticos, como su gusto por la tautología y la repetición: «el mundo será el mundo y la noche la noche», dice —y repite— Galán; o bien «la palabra “encontrar” dice lo que dice», puntualiza, inobjetablemente, la argentina Ana Wajszczuk, ganadora del premio Ciudad de Badajoz. Muchos de ellos combaten la incertidumbre creyendo en Dios, una actitud quizá revolucionaria en tiempos del profeta Malaquías, pero escasamente subversiva en esta época en la que los legionarios de Cristo son pastoreados por un pedófilo o un antiguo inquisidor general se sienta en la silla de Pedro. Galán, por ejemplo, escucha las palabras del Señor y siente su beso arder en la frente; Cote nos recuerda que «Dios está en todas partes»; y Calderón se atreve a criticarlo: «da la llaga/ oculta niega tarda». Otra de las características comunes a muchos de los autores anteincertidúmbricos, tan rompedora como la fe cristiana, es su amor por la familia. Casi todos recuerdan con melancólica ternura a sus padres, y, en particular, sus jolgorios adolescentes, que en ocasiones admiten la calificación de memeces estivales, normalmente acaecidas en una playa. En esto descuellan los representantes españoles, fieles al canon pasatista de la poesía de la experiencia. En concreto, varios autores —Wajszczuk, Rodríguez Moya, Valverde— revelan su pasión por los abuelos, a la que algunos suman la que sienten por los pelícanos. Así, Valverde se pregunta: «¿recuerdas cómo mueren los pelícanos?», y descubre que «los niños de Managua sueñan con ser pelícanos»; Calderón, no menos ornitológico, observa que «las alas del pelícano sajan la claridad del lago».
Hay también en estos poetas ante la incertidumbre mucha ñoñería impúber, mucho romanticismo de garrafón: la española Raquel Lanseros se muestra especialmente apta para el verso glucoso («Juana hace llorar y también llora/ lágrimas plateadas que sueñan con delfines...»), aunque Wajszczuk no le vaya a la zaga («los pececitos me lamen los pies», «tejiendo flores en mi pelo de almendras») y Rodríguez Moya nos regale perlas como «los días se suceden como alondras». Calderón, en fin, si no es paródico en «[Pobre Valerio Catulo]», es patético: «fue siempre Lesbia,/exquisito poeta, caro amigo,/ un reducto inexpugnable./ A qué recordar su mano floreciente de jazmines/ o aquellos leves gorjeos/ sonando tibios en tu oído?...». La falacia sentimental y la cursilería se asocian a veces al tópico (Calderón describe a un «jaguar/ que sigiloso/ acecha») o a la imperita recreación de otros textos, como hace Rodríguez Moya en «La bestia (the American way of death)» con el célebre «Mujer con alcuza», de Dámaso Alonso. Este poema nos permite señalar otra curiosa coincidencia entre estos vates, que es también una nueva contradicción entre su teoría y su práctica. Hasta cuatro de ellos —Galán, Lanseros, Rodríguez Moya y Calderón— incluyen títulos o subtítulos de sus poemas en inglés (y Wajszczuk, uno en polaco), y confieso mi incapacidad para entender cómo se aviene esta pasión por la poliglosia con la voluntad de ser comprendidos, a menos que crean que todos sus lectores conocen la lengua de Shakespeare (o la de Szymborska). De hecho, se trata de un rasgo novísimo, como también lo son las intertextualidades y el culturalismo de que hacen gala Lanseros, que menciona en sus poemas a Ícaro, Nefertari, Maiakowski y Prévert, entre otros, y Calderón, que se emborracha de Clodias y Catulos, que cita a Ausiàs March en catalán, o que pergeña borgianos ejercicios en «Alguien que no soy yo...». Curiosamente, en su manifiesto prologal defienden no ser novísimos y reprueban los «juegos de estilo», las «oscuras construcciones lingüísticas» y el «artificio estéril y soso», reprobando así, de paso, a Góngora, a Lezama Lima, a Faulkner y a media comunidad literaria universal. Uno se pregunta, entonces, si estos denuestos no deberían recaer, en primer lugar, en el compañero Alí Calderón, que firma numerosos ejemplos de artificio innecesario y hueco barroquismo, o incluso de aventuras vanguardistas, que rozan lo hermético, como «Cuando cieno bruma y nada uno son...».
Hay otros rasgos específica y penosamente experienciales en esta poesía ante la incertidumbre: los recuerdos que despiertan las fotos antiguas, en los que se solaza Rodríguez Moya; las no menos nostálgicas cogitaciones suscitadas por un cigarrillo que se consume, como acredita el nicaragüense Franciso Ruiz Udiel; el frenesí cosmopolita de los viajes, de cuyas fatigas se recobra el poeta en hoteles de cuatro estrellas, como relata Valverde; y el gusto por los jeans —coherente con la defensa de la «poesía en tejanos» preconizada por los experienciales— con los que Calderón viste, en dos poemas, a Lesbia. Por último, la incertidumbre ante la que se sitúan estos poetas es también una incertidumbre sintáctica, como se advierte en los anacolutos de Wajszczuk («tengo [...]/ una guía turística/ de lugares que no sé pronunciar el nombre») o los arcanos constructivos de Cote («Pues el silencio,/ que no el bullicio de los días,/ atraviesa./ El silencio,/ que es que son treinta y dos los ataúdes/ vacíos y blancos»).
Poesía ante la incertidumbre no es, en realidad, una propuesta literaria, sino una operación editorial. No hay nada en sus páginas que no hayamos escuchado y leído, hasta el hartazgo, en el último cuarto de siglo. Y, precisamente cuando ese discurso amojamado y retrógrado había decaído, para dar paso a un panorama poético más ecléctico e inquisitivo, uno de los principales sellos que promoviera la autocracia figurativa impulsa, con gran aparato publicitario, este ramillete de autores imperitos, calco sin sustancia de lo ya habido, entre los que predominan los hispanoamericanos. Quizás aspire con ello a propagar nuestro áptero realismo en unos países que se habían mantenido saludablemente alejados de él. Ojalá sigan estándolo.
EDUARDO MOGA
[VV. AA., Poesía ante la incertidumbre. Antología. (Nuevos poetas en español), Madrid, Visor, 2011, 158 pág.]

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