"...Sí, siento que mi alma lleva un candado sobre el cerrojo de mi cuerpo, por lo que no puede soltarse para huir lejos de las costas que azota el mar humano, y para no seguir siendo testigo del espectaculo de la jauría lívida de los infortunios que persiguén sin descanso, a través de los barrancos y precipicios del inmenso desaliento, a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio qeu haga desaparecer la cicatriz Quiero que el creador contemple hora tras hora, durante toda su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles disminuyen la velocidad de sus patas de bronce; sus cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por una manada de percarís. No conviene que ellos presten atención, sus inteligencias se desarrollarían y podrían llegar a comprendernos. ¡ Pobres de ellos, porque entonces sufrirían mucho más! Para convencerte, no tienes más que pensar en los jabatos de la humanidad: el grado de inteligencia que los separa de los otros seres de la creación, ¿no parece haberles sido otorgado únicamente al precio indefectible de sufrimientos incalculables? Imita mi ejemplo, y que tu espuela de plata se hunda en los ijares de tu corcel..." Nuestros corceles galopan a los largo de la costa como si rehuyeran la mirada humana.
Los cantos de Maldoror,
Conde de Lautreamont
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