En cualquier caso, la apelación al fenómeno de lo fantasmagórico no es arbitraria. La propagación de las fantasmagorías al espacio público, señalada con lucidez por Walter Benjamin, define por una tendencia
in crescendo la experiencia del devenir urbano, como más tarde, ya en el
último tercio del siglo XIX, el ambiente de las galerías comerciales o la visualidad espejeante de la publicidad, tan grata a la postmodernidad más complaciente. Desde luego, el sentido de la vista estaba especialmente
privilegiado en el sensorio fantasmagórico de la modernidad, como se aprecia de modo germinal y autocrítico en el mundo alterado de Don Quijote. El afán por construir un ambiente total, el daño que esa voluntad causa y del que esa voluntad es el mejor síntoma, sería pronto enfrentado, encarnado por la vulnerabilidad de las vanguardias, estetizado por Wagner y masivizado por el fascismo, hasta ser un proyecto realizado a gran escala por la saturación tecnológica de la modernidad tardía (la “máquina de visión” de Paul Virilio). No en balde, Marx usaría el término fantasmagoría
para describir el rastro desaparecido del trabajo en el mundo capitalista de las mercancías omnipresentes. En efecto, con la articulación biopolítica de vapuleo tecnológico y vapuleo productivo (de explotación perceptiva/
simbólica y laboral/económica) el siglo XIX, la modernidad que se autocumple y que se autocomplace en ese cumplimiento como “progreso civilizatorio universal”, la modernidad como proyecto sociohistórico
de largo alcance, dispara su imparable marcha hacia la virtualidad, la abstracción y el simulacro. Así lo detectaba ya Marx en su ‘Fragmento sobre las máquinas’ de 1857. Así lo recordaba Paolo Virno en Virtuosismo y
revolución (2003) al explicar cómo el saber abstracto llega a convertirse en la principal fuerza productiva de un régimen económico postfordista. Y así lo confirmaba Baudrillard en su ensayo Cultura y simulacro (1978), ensayo paralizante, más que discutido, y con razón, pero donde se incorporaba una premisa explicativa clave: me refiero a la productividad sistémica del
aislamiento, a la relación entre simulacro y fin de lo social.
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Para Susan Buck-Morss, siguiendo su ensayo ‘Estética y Anestética: Una revisión del ensayo de Walter Benjamin sobre la obra de arte’ (1993), el síntoma constitutivo del fascismo radica en “la imagen narcisista del ego intacto, construido contra el pavor del cuerpo en pedazos”.7 Por eso “nos choca reconocer que el narcisismo que hemos desarrollado como adultos,
y que funciona como táctica anestesiante frente al shock de la vida moderna —y al que se recurre diariamente a través de la fantasmagoría de la cultura de masas— es el terreno desde el cual el fascismo puede
de nuevo resurgir”.8 Indica asimismo Buck-Morss (siguiendo a Foster) que “el fascismo presenta el cuerpo físico como una clase de armadura contra la fragmentación y también contra el dolor”.9 “Una clase de armadura”. Pero, entonces, ¿tendría algo que decirnos sobre el fascismo contemporáneo tanto la heroicidad intimidatoria de Robocop como, del lado de la risa antiautoritaria, la antifigura de Don Quijote? Por otra
parte, la ceguera del poder absoluto que la armadura materializa, ¿no resurge y prolifera hoy en el imaginario masivo gracias al atrezo de la guardia imperial de Darth Vader en la célebre saga Star Wars? ¿De qué
forma es verdad que sólo un Jedi, un elegido, puede luchar contra los desmanes del imperio? ¿Cuál es la diferencia entre la armadura de la policía antidisturbios y la de los Monos Blancos o Tute Bianche?
Volvamos en este punto a lo leído en las primeras páginas del Quijote (I, I):
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Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían
sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de
moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas
en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que
pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían
celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió
su industria, porque de cartones hizo un modo de media
celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia
de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le
dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo
que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal
la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo…
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían
sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de
moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas
en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que
pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían
celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió
su industria, porque de cartones hizo un modo de media
celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia
de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le
dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo
que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal
la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo…
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La celada, con el soporte del morrión, protegía la parte inferior de la cabeza. Una celada de cartones (aun malamente rehecha con “unas barras de hierro”), ¿cómo protege por ejemplo el cuello o la nuca? ¿De qué
peligro podrá salvar al inseguro cuerpo del hidalgo? ¿Con qué clase de precariedad radical, intempestiva, sale Don Quijote al mundo? ¿Sería razonable entonces comprender sus aventuras, desde nuestra postmodernidad incierta, en la clave de un nomadismo antidogmático
y antifascista?
Si el aislamiento es una premisa de todo totalitarismo, la liberación no se separa entonces del cuidado de esa fragilidad (no necesariamente ontológica) de los vínculos sociales. En la tragedia de Frankenstein, en
las poéticas agujereadas de las vanguardias, en la fiesta popular, en la subalternidad en devenir de la (anti)música hip-hop…, la defensa crítica de los vínculos se opone así al panegírico de la desvinculación que es ese otro relato mítico, fundador de una modernidad expansiva, como es el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, otro lector y conocedor de Don Quijote,
pero cuya novela mantiene con la de Cervantes una relación de antagonismo.
La oposición entre Don Quijote y Robinson Crusoe llega a ser frontal. Donde Cervantes articula un reto de desposesión y precariedad, Defoe dibuja un personaje soberano, un individuo que “poseía ya todas las cosas
de que podía disfrutar: yo era el señor del lugar… ya que todo estaba sometido a mi poder. Por dondequiera ejercía un imperio despótico; no tenía rival ni competidor que me disputase el mando o la soberanía”.11
Robinson se convierte así en más que un texto literario: en mito fundador de la modernidad europea en el período expansionista e industrializador que fuera el siglo XVIII.12 Y esto en virtud de su nueva definición universalista e individualista de una subjetividad identitaria en clave de coherencia, control y dominio, respondiendo así a la necesidad ideológica no de inventar caminos sino de construir cercas. Al lado de Robinson, Don
Quijote es casi un payaso sin circo, un testigo del agotamiento de la sociedad imperial, de sus fisuras. Don Quijote no es nadie, pero este pulso anónimo no deja de testimoniar el fracaso que amenaza los imperios de
ayer y de hoy: como la vieja armadura desvencijada del caballero andante, también fue vulnerable la Armada Invencible.
La celada, con el soporte del morrión, protegía la parte inferior de la cabeza. Una celada de cartones (aun malamente rehecha con “unas barras de hierro”), ¿cómo protege por ejemplo el cuello o la nuca? ¿De qué
peligro podrá salvar al inseguro cuerpo del hidalgo? ¿Con qué clase de precariedad radical, intempestiva, sale Don Quijote al mundo? ¿Sería razonable entonces comprender sus aventuras, desde nuestra postmodernidad incierta, en la clave de un nomadismo antidogmático
y antifascista?
3. Hay que seguir. Habíamos recordado no hace mucho que, para Hardt y Negri, la dialogía crítica es la forma práctica de una “multitud en movimiento que produce nuevas subjetividades y nuevos lenguajes”,10
que hace posible (o mejor, que reactiva la tensión urgente entre posible e imposible mediante) “la movilización de lo común”. Es decir, que crea nuevas condiciones para la explotación económica y política, pero
también nuevas condiciones para la liberación social y la necesidad de insurrección. El ensimismamiento del poder, del Estado y del mercado,
del individuo-masa, de la propaganda masiva, podría ser hoy tal vez el enemigo de Don Quijote. Del mismo modo que, siguiendo entre otros a Zygmunt Bauman (1997), el fascismo y el holocausto no son episodios
puntuales y localizados de la modernidad, sino manifestaciones descubiertas de tendencias autoritarias no siempre visibles pero sí inscritas en la corriente de fondo del sistema moderno, del mismo modo, en
fin, el reto libertario del Quijote, su humilde y utópica forma de producir lo común, pueden también no ser un episodio novelesco del pasado, sino una cristalización inaugural de formas de resistencia que han cruzado el tiempo de la modernidad de manera sólo entrevista, sólo insegura.
que hace posible (o mejor, que reactiva la tensión urgente entre posible e imposible mediante) “la movilización de lo común”. Es decir, que crea nuevas condiciones para la explotación económica y política, pero
también nuevas condiciones para la liberación social y la necesidad de insurrección. El ensimismamiento del poder, del Estado y del mercado,
del individuo-masa, de la propaganda masiva, podría ser hoy tal vez el enemigo de Don Quijote. Del mismo modo que, siguiendo entre otros a Zygmunt Bauman (1997), el fascismo y el holocausto no son episodios
puntuales y localizados de la modernidad, sino manifestaciones descubiertas de tendencias autoritarias no siempre visibles pero sí inscritas en la corriente de fondo del sistema moderno, del mismo modo, en
fin, el reto libertario del Quijote, su humilde y utópica forma de producir lo común, pueden también no ser un episodio novelesco del pasado, sino una cristalización inaugural de formas de resistencia que han cruzado el tiempo de la modernidad de manera sólo entrevista, sólo insegura.
Si el aislamiento es una premisa de todo totalitarismo, la liberación no se separa entonces del cuidado de esa fragilidad (no necesariamente ontológica) de los vínculos sociales. En la tragedia de Frankenstein, en
las poéticas agujereadas de las vanguardias, en la fiesta popular, en la subalternidad en devenir de la (anti)música hip-hop…, la defensa crítica de los vínculos se opone así al panegírico de la desvinculación que es ese otro relato mítico, fundador de una modernidad expansiva, como es el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, otro lector y conocedor de Don Quijote,
pero cuya novela mantiene con la de Cervantes una relación de antagonismo.
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La oposición entre Don Quijote y Robinson Crusoe llega a ser frontal. Donde Cervantes articula un reto de desposesión y precariedad, Defoe dibuja un personaje soberano, un individuo que “poseía ya todas las cosas
de que podía disfrutar: yo era el señor del lugar… ya que todo estaba sometido a mi poder. Por dondequiera ejercía un imperio despótico; no tenía rival ni competidor que me disputase el mando o la soberanía”.11
Robinson se convierte así en más que un texto literario: en mito fundador de la modernidad europea en el período expansionista e industrializador que fuera el siglo XVIII.12 Y esto en virtud de su nueva definición universalista e individualista de una subjetividad identitaria en clave de coherencia, control y dominio, respondiendo así a la necesidad ideológica no de inventar caminos sino de construir cercas. Al lado de Robinson, Don
Quijote es casi un payaso sin circo, un testigo del agotamiento de la sociedad imperial, de sus fisuras. Don Quijote no es nadie, pero este pulso anónimo no deja de testimoniar el fracaso que amenaza los imperios de
ayer y de hoy: como la vieja armadura desvencijada del caballero andante, también fue vulnerable la Armada Invencible.
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