SABINAS
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¿Qué otro árbol podría agarrarse de esa
manera al sol y al viento? ¿Te has agarrado así
alguna vez a la vida? O esas perchas de luz
que se mecen en las higueras. Así, los nudos
secos de mis palabras se desatan aquí por un
tiempo, por la ciudad que se aleja lentamen-
te, como una placa de memoria desgajada.
Rotura natural, implacable. Con todo eso
nunca olvidaré dónde está. Llevo la llave de
una puerta traída de la sierra. ¿Quién inventó
entonces las ventanas, los ojos de las casas?
Incluso cuando están vacías, ellas ven. El cris-
tal se empaña rápidamente. Las palabras lo
empañan todo. Así nos alzamos de puntillas
para ver el paso del desfile, los pájaros que
chillan o esas ascuas de espinas que remuevo
para sacar las palabras entre la ceniza verde.
Te quemas en el silencio de la raíz. No hay un
nudo que desatar en mi garganta o unos ojos
helados en el sol.
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LA FIESTA
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Unas palabras que ya no se cotizan, que
no ascienden una vez liberadas, o porque hay
demasiada luz, o se cargan con más peso del
que debieran asumir. De todos modos las he
leído en la fiesta y la gente ha aplaudido. Sa-
car un papel doblado del bolsillo de la cha-
queta, ahí están escritas. Unos renglones que
ascienden. Pensé siempre que lo que escribi-
mos o decimos debía ascender, aunque fuera
ligeramente, y si fuera posible salirse del pa-
pel. Ascender, como la alegría más leve, no
como el caracol o la babosa, que se deslizan
dejando una marca amarilla, unas líneas de
baba, de mucosidad cruzándose en los techos
y en las paredes blancas. Palabras que van de
una oscuridad a otra. Trazos lentos y sin ori-
gen. No es porque me haya puesto ahora un
caracol en el brazo esperando que me reco-
rra que digo esto. No era un buen ejemplo
para lo que quería decir. Las palabras deben
ascender, así es que no deberían encadenarse
unas a otras, sino soltarse al momento para
abrir el espacio. No deberían formar una
pesada cadena. Cierro los ojos y me duelen
los eslabones de nieve. Ellas mismas dejan
el mundo por un instante y no pesan. Allí
arriba parece que hay puentes metálicos, las
cabras de montaña los cruzan pero de una in-
visibilidad a otra. Era más fácil elevar metales
que piedras, casi todo era más fácil que eso.
Esos puentes metálicos más ligeros, que flo-
tan en la alegría allí arriba. Hasta las palabras
de amor pesan demasiado para esta misión;
hermosas, no hablan más que de la posesión.
Son como las cometas de papel, sólo el hilo
es lo que las hace volar, estar en el aire. Roto
el hilo caen en la turbulencia. Caen rompién-
dose en la fiesta. Un hilo que une la ternura
a la violencia del aire las hace estar allí arriba,
a veces bailando, otras quietas. Pero no qui-
se leer esto en la fiesta. Les hubiese parecido
un texto demasiado disipado, efervescente;
un hielo desaparece en el licor. Hay quien se
mete piedras de hielo en la boca, caramelos
del pasado. Bocas frías, eso hice antes de leer
el texto ascendente, dejar piedras de hielo
en las bocas de los comensales. Pero no leí
esto. Tenían que ascender como cometas sin
hilo, o si no cometas, algo parecido a las sá-
banas, algo muy blanco en el aire casi tan li-
gero como las nubes. Esas sábanas en el cielo
descendiendo ligeramente o quedándose para
siempre como pájaros de hilo que chillan. Leí
algo más directo, pero esas palabras se soste-
nían mal, eran lombrices salidas de la tierra,
perforadoras de los instantes, palabras oscu-
ras aireando la cal o los montones de arena.
¿O no hacen eso estas lombrices un poco an-
tes de que llueva, escribir palabras indecisas
en la luz, o ese silencio de ramas en el que te
dispersas demasiado?
Bajo mis pies hay dinosaurios, bordes de
abismo, alas de hueso. ¿Qué soy entonces, el
ujier de estos misterios, un hombre libre o
una liebre borracha?
Otra vez puentes metálicos allí arriba so-
bre esas ondulaciones de hierba peinada o sá-
banas, y al final ese paisaje donde ella baila
con las raíces, una hondonada con árboles
clavados, chopos boca abajo. ¿No será eso lo
que se llevan mis ojos al corazón, un paisaje
abierto por un río seco?
Nunca se hizo el milagro. Durante mu-
chos años lo esperaste. Qué queda entonces
sino la gravilla blanca de los viejos caminos
o ese retrato de mujer que has dibujado con
carboncillos, un rostro blanco. Al menos tie-
nes su maquillaje en los dedos. ¿Cuánto tiem-
po estaría subiendo el hombre para traer las
palabras verdaderas al mundo. Y esos árboles
quemados, dónde tienen las bocas y las ore-
jas? Sólo veo nudos de silencio en la madera y
muy arriba astros con víboras.
¿Si escucháis por las raíces las campanadas
de hielo, no podríais escucharme a mí que ya
no hablo? Pero esto no lo dije en la fiesta, sino
otras cosas menos invisibles, que se libran de
mí y me dejan más vacío y ligero que de cos-
tumbre. Esto lo notas bien al meter la mano
en el agua, nunca dejas de ver la mano en el
agua. Una mano sumergida en el agua; era así
la escritura de la alegría, y la mano que escri-
bía, al arrastrar las palabras, no era más que
una mano sumergida o sometida al silencio
del agua y la trasparencia, o como lágrimas
de gusano mientras saca el hilo de su muer-
te. Toda mano escribe sumergida. ¿Ycuánto
tiempo la tuve bajo el agua aún cuando esta
estaba fría a principios de abril? Pero lo que
quería decir no era esto, se trataba de algo
más transparente, menos pesado, como ma-
nifestar una dicha, y esa dicha era la misma
que la del día. Poco podía aportar a la luz,
y mi sombra en la hierba era siempre mayor
que yo. Me marché de la fiesta por las som-
bras de la noche.
Existía entonces un espacio para las pala-
bras no corrompidas, donde estas establecían
con la luz un reino invisible.
Pero a veces nos eran arrancadas de la boca
con fuerza.
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TACHADO
-Lo que fue tachado para no ser aún se
puede leer. Otra vez las escribo hasta que sa-
nen. (Mientras se hace hielo en el congelador
mi mano se quema en la nieve). Frutos , ojos
duros. De noche la lluvia quema mis oídos.
Todo lo que escribo se secará.
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Miguel Ángel Curiel (2011, Almud Ediciones)
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