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TANGO
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Tango es el arte de morir
de amor y despedirse
guardando las distancias.
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Tango en lo alto de las aguas: ciego, amor, sumo mi piel a tu mirada y van mis pasos repitiéndote en la luz como un espejo. Abre la paz de tus axilas a mi vuelo, amor, sal derramada que me hurtas, y en la dolida claridad no quieras que mi voz goce la noche de tus párpados. Deja tus hábitos de músico en mi piel, deja tu sed, la alta conjugación de tus sentidos, y tu naturaleza navegable. Tango es el tiempo hasta caer con tanta lentitud entre tus brazos. Tú vibras desde el centro de tu cuerpo y yo persigo ese eje audaz con la obediencia de mis pasos. Luego, la tarde se hace luz en la luz líquida del tango y tú me miras como si no fuera, amor, tu libertad lo que me tiendes.
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TODA CIUDAD
Toda ciudad fundada junto al mar ha de vivir nuevo diluvio. Aquel estigma persiguió como un albatros a la especie desde el limo hasta el idioma. Toda ciudad con sol perenne en el principio fue Babel o Barataria. Fue primogénita, fundada sobre el tiempo que abolía sin pudor. Pero su suerte fue su muerte, su extensión la altiva cresta. Y la declamación del aire, la lluvia azul, fina en los arrecifes, descendió sobre la tierra. Indiferente al fuego, a la lombriz, huella viva en la llama, yema en el túnel subterráneo del verano, rastro de todas las ausencias. Calcinada la ciudad, hicimos muescas en el fango, signos de nuestra honrosa rendición en las escamas de los árboles. Vino la edad oscura de la lluvia, el esplendor de los manglares, y nada supo esta ciudad ya de ninguno de nosotros. Bajo el alud de nuestras posesiones hubo una boca intacta, el colmenar oscuro de otra piel donde la luz en círculos manaba. Buscábamos en la oquedad del tórax el dolor y estaba fuera, en la unidad sin tuétano del fango. En la ciudad que amó como un esclavo al incendiario de su dueño. Eso era el alba: trizas de sordo amor contra las rocas y el pañuelo de la sal bajo la espuma. Y esto es el mar: vienen sin fin gaviotas que al entrar en la ciudad cambian su forma por palomas sin límite sobre la gris continuidad del mundo. Una ciudad volaba con su propio alción circunvalándole y un dios amnésico, ciego de los dos ojos, cercenó sus gárgolas. Nada queda ya que cruja a nuestra vista o desafíe a la espuma. Hay niños y mujeres sepultados bajo lápidas sin nombre en los suburbios y la sangre de los hombres cae indiscriminadamente sobre el surco o sobre el páramo. Hay pruebas de que el pálido barniz de nuestros ojos contenía en su formol ya las semillas de la pérdida. Hay quien desde el circuncidado mar nos llama, huérfano de latitud, sin piedra ni pulmón donde amarrar el foque de su sueño. Hay miedo en sus extremidades, ablaciones en sus trópicos, y su cielo es nuestro suelo, su esperanza nuestro albatros. Ésta es la edad oscura de la branquia: viene sobre el amor del mar matando céfiros la lluvia, bajo la luz del sol furtiva y ácida la lluvia, y las palomas que cruzaron el diluvio para izar sobre los árboles banderas blancas.
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Carlos Jimenez Arribas (Madrid 1966) es escritor, traductor, poeta. Entre sus libros de poesía, Darwin en las galápagos (2008, DVD), Manual de supervivencia (2002, DVD).
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Su página web, aquí.
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