Eduardo Milán, Índice al sistema del arrase, Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2007, 68 p.
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Todos los poetas quisieran ser el último poeta, destruir la poesía o cerrarla para siempre —Joyce, al publicar Ulises, dijo que tendría a los críticos ocupados durante los siguientes trescientos años, deseando que por ese tiempo nadie leyera otra cosa que su libro. Milán en esto no es una excepción; pero sí es del todo excepcional que él, calladamente, sea por fin ese último poeta o, mejor pensado, el primero de una nueva estirpe: la de los que hacen poesía después de que la poesía haya dejado de existir. No se trata ya de “antipoesía”, dado que, para que exista un anti, tiene que estar la cosa positiva a que se opone, como mostró el mismo Parra al titular su libro Poemas y antipoemas (1954); tampoco podemos hablar ya exactamente de la memorable ironía del nicaragüense Carlos Martínez Rivas, que en La insurrección solitaria, contemporáneo del mencionado libro de Parra, dice: “Ya sé yo que lo que os gustaría es una Obra Maestra./ Pero no la tendréis. / De mí no la tendréis”. Milán escribe en una época o en un ciclo en que el concepto de Obra Maestra —incluso quitando las mayúsculas— ha caído tan en desuso como el de belleza y el de gran poesía. El periodismo sigue usando estos conceptos, que rigen aún para la industria literaria, pero no para el poeta que, como dijo Lezama, mira en la poesía. La poesía, o lo que se sigue llamando así pero es ya otra cosa, sólo puede existir como lugar de resistencia a eso que pasa. No se trata de ninguna militancia ni de un combate contra nada, sino de una constancia en la resistencia sin la cual no hay escritura válida cuando se trata de poesía. Lo escribió el propio Milán acerca de Hugo Gola: “La historia de la poesía latinoamericana es, también, la historia de algunos poetas que cultivan un lenguaje al margen de la fiesta del mercado.” Ese “también” es veladamente, creo, para Milán, un “solamente”.
Un verso de Índice al sistema del arrase dice: “acodado en la nada un loco llora”. Pero ese loco que llora, ¿no es el propio verso de Milán? No ése sino el conjunto de los versos de Milán. Lloran, están locos. Sobre todo, el poema de Milán habla solo. Habla para sí, para mantener templada la lengua, para que el flujo de la lengua no se pare, para mostrar el sistema digestivo del poema que avanza como una lava candente pero siempre a punto de cristalizarse. Los poemas de Milán no empiezan, retoman: son un continuo. Lo que está en la página es un corte, no arbitrario pero necesariamente incompleto. Valéry, el perfeccionista, decía que un poema no se termina, se abandona. Milán, el que espuma las palabras a punto de nube, diría que el poema es abandonado por la poesía o que es el poema mismo el que abandona, el que toma un atajo en cuanto la poesía se distrae. Ya Nicanor Vélez, en el prólogo a Querencia, gracias y otros poemas (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003), señalaba que, a partir de Esto es (1978), “Milán empieza su andadura hacia el interior del lenguaje”. Los partes de esa cata espeleológica son, desde entonces, los sucesivos libros de Milán, cada vez más profundos. Un poco al modo del piano de César Vallejo que, en Trilce, “viaja para adentro”. Sin vuelta.
En algún lugar del poema hay, sin embargo, un núcleo; una suerte de verso dado —el poema de Milán, que es visiblemente un artefacto, sólo puede considerarse conceptual en la medida en que el concepto pueda surgir de una inspiración: hay algo que el poeta oye, casi siempre dentro de su mente misma —como los locos—. Por ejemplo: “Trabajó de pájaro durante algunos años.” A partir de esa formulación el poema se arma como una textura —un sistema inestable— de asociaciones fónicas, léxicas, semánticas, pero sólo con cadenas que se forman o bien en el significado más craso o ya en el eco del significado, en lo que queda de la acepción de una palabra una vez que su sentido visible se ha evaporado o callado: “La gente es indigencia pura / formando agencias de indigencia / —no sé si para compra / —no sé si para venta / o si para colocación / acodado en la nada un loco llora / —no sé si parará.” Rebotes de toda índole: paranomásica (gente/agencia/indigencia; para/parará), brutalmente semántica (compra/venta), sustitutiva (“nada” en lugar de “barra”), que es donde en verdad se acoda “la gente”, esté loca o no.
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Del que “trabajó de pájaro” salen, por un lado, las variedades botánicas (“eucaliptos, paraísos, fresnos”), por otro lado la “canción” del trino que puede ser también un “son” y —por qué no— una “sandía que sangra” (en Milán, la paranomasia tiene siempre algo de paranoico: la locura, de nuevo). La locura del poeta maldito, que ha maldecido la poesía como contenido comunicacional, llevando las palabras de cada día al colmo de su llanura: en tanto arte hecho de palabras, el poema sólo se refiere a sí mismo —habla solo—. Proust dice (en Albertine desaparecida), a propósito de los leit motiv de las óperas de Wagner: “esos temas insistentes y fugaces (…) sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijéranse la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo”. Esta idea orgánica de la música —en su sentido sistemático y físico—, de algo que vuelve como la reincidencia de una neuralgia, se acerca al trabajo que hace Milán en el discurso de su poema; diría que hay todo un venero de versos de Milán en esos insistentes dolores de cabeza de la lengua que habla sola.
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¿Cómo se conjugan esta inspiración, que nace como tal de un colmo de intensidad lírica, como el rayo salta de una tensión ya insoportable, y la afortunada fobia a todo contenido sentimental? Este Índice… actúa como una gota de detergente en la sartén al fuego de todos los discursos cruzados. Rápidamente la grasa de las palabras huye a los márgenes. Es la cruz de la moneda del lirismo: nombra lo que circula por adentro del discurso, rebota entre los sonidos, de golpe se pone gongorino (“en el aire rumbo a tocar un cuerpo,se quiera o no se quiera lo tocado”), de otro golpe aparece casi mesiánico (“no quiero que se olvide fácilmente / el pasar de la palabra por la historia”) y nunca deja de deslizarse por la cara material de la palabra, por la costra tipográfica.
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Nicanor Vélez pone el famoso verso de Guilhem de Peitieu —“Farai un vers de dreit nien”— como acápite de toda la obra poética de Milán —Guilhem fue el primer punto de la circunferencia y Milán el último, se tocan—. Él mismo señala su admiración ante esa diana de la historia de la poesía fijada por el trovador en el siglo XI. En Índice al sistema del arrase vuelve el polo magnético del verso hecho sobre nada. Sobre una nada que se produce no por vacío sino por saturación, como una página negra de tinta china escrita con un punzón. Milán lleva la fusión fría en la que viene trabajando desde hace muchos años a su punto álgido:
“Poder con el poder,
se trata de lo que no se se trata.
Carnal, la nacional no cruza
la frontera, fuera de la jauría
que no alcanza cuelga, temblor…”
Hilachas, núcleos partidos, grumos de sentido que se descomponen. Una lengua poética que se reescribe en el espejo de estas páginas. El magma americano trenzado en haces que se atizan entre sí.
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