jueves, 4 de octubre de 2007

ROBERTO JUARROZ: Antonio Porchia, a la profundidad recuperada

Lo profundo de mí es todo. Pero es todo sin yo. Es que todo lo que es profundo solamente es todo.
Antonio Porchia


Estas palabras no pretenden ser una introducción, un análisis, una crítica o un comentario, sino tan sólo una reflexión sobre la profundidad, al borde de una obra que es la profundidad. Tal vez se afirmen sobre una línea de esa obra: Lo hondo, visto con hondura, es superficie. Ante el abismo únicamente se puede retroceder, petrificarse o abismarse. Y no hay más comprensión del abismo que el abismo.
Recordé hace años, en otra nota sobre Antonio Porchia, este pensamiento de un prólogo de Montherlant: Hay lo real lo irreal. Más allá de lo real y más allá de lo irreal hay lo profundo. O dicho de otro modo: la profundidad es la dimensión donde cesan las categorías y las oposiciones de la mente binaria, cediendo el paso a las correspondencias y a la función totalizadora. Así, más que el "ser o no ser" de Hamlet, la cuestión profunda parece para el hombre la simultaneidad y no la alternativa: ser y no ser al mismo tiempo.
Profundizar algo es renunciar a poseerlo, porque es hallar que no tiene fondo y eso implica dos cosas: que no tiene límites y que a través suyo se desemboca en todo lo demás. La identidad se confirma y adquiere validez como vía de acceso a la totalidad. Pero hay muchas posibilidades de no tener fondo. Una de ellas consiste en no tener forma. ¿De qué se sostendría entonces el fondo? Otra es la evidencia de que toda forma está abierta en el extremo. Y otra más todavía es la calidad transitoria e ilusoria de cualquier forma, que sólo es un rito de pasaje hacia otras formas y no un triste depósito para detener o fijar la incontenible danza que puebla y es el universo.
Poseía el raro arte de la atención inusitada y creciente, de una atención que parecía una presencia casi física. Quienes estábamos con él sentíamos al hablar que cada palabra se volvía profunda por su atención ilimitada. Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes. Y cuando él hablaba, teníamos la sensación de que lo hacía ya "desde el otro lado", que por otra parte se volvía entonces infinitamente próximo, mucho más que este lado. A medida que avanzaban sin darnos cuenta las horas de las frías madrugadas de Buenos Aires, sus pequeños ojos eran como dos focos cada vez más despiertos y brillantes. Quizás allí nació mi sospecha de que la eternidad podría consistir en quedarse detenido o fijado en un gran pensamiento, pensándolo para siempre, y que morir no sería más que el último esfuerzo de la atención, el abandono de los otros pensamientos, para concentrarse en uno solo, ya definitivo. Y pienso que tal vez naciera también allí aquella sensación, recogida en algunos de mis libros, de que pensar en un hombre se parece a salvarlo.
La profundidad pone en crisis los principios de la lógica y las convenciones o soportes habituales de la razón. La antítesis, la oposición, la contradicción y la paradoja llevan entonces a la renuncia a cualquier posible explicación de fondo y a la convicción de que el absurdo es otra forma del sentido, tal vez la única válida. Por eso, la máxima profundidad se opone al discurso. Como en Heráclito o en Nietzsche, brota generalmente en breves visiones o contemplaciones y se concreta en fragmentos o aforismos, cuando no en poemas. La profundidad no es elástica y le resulta aplicable la revelación de Saint-Exupéry: La vida del espíritu es intermitente. Y hasta el tiempo es distinto. La duración auténtica es la del instante creador o poético. O como diría Bachelard: El tiempo no dura sino mientras uno inventa.


Su padre había sido sacerdote y dejado luego los hábitos. El recuerdo dominante de su niñez era su trashumancia, al no poder su familia permanecer mucho tiempo en ningún lugar, ante las reacciones provocadas por aquella situación. Repetía a menudo una línea de su libro: Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez. No recuerdo que hablara mucho de su madre. Después de venir de Italia (había nacido en Calabria en 1885), fue apuntador en el puerto de Buenos Aires. Trabajó luego en una imprenta. Nunca le oí una palabra de resentimiento o frustración. Murió en 1968, en la misma ciudad donde había vivido casi toda su vida. Poco después de su muerte, escribí un poema donde le decía:

Hemos vivido juntos tanto abismo
que sin ti todo parece superficie.
Hoy podría agregar:
Hemos vivido juntos tanto abismo
que contigo todo es profundidad.

La profundidad no es hacia abajo o arriba o el costado, sino hacia todas partes, pero por una parte o por cualquier parte. Es el oculto camino que no acaba porque lleva hacia todo. Y es a la par un camino sin regreso y el camino de regreso, tal vez lo primero por lo segundo, porque hay una sola partida, que es el pretexto para el reencuentro del origen.

La profundidad es el vacío afirmativo, la negación que se transfigura en sí. El signo de la profundidad es conjunción del menos y el más: el menosmás o masmenos. ¿Existe acaso alguna afirmación que no se base en una negación? ¿Existe alguna creación que no se funde en una destrucción? La profundidad es la fusión de ambas cosas: creación por la negación. Porchia dice: Como me hice, no volvería a hacerme. Tal vez volvería a hacerme como me deshago.

No recuerdo otro ser a la vez tan sencillo y tan pulcro. No usaba camisa casi nunca. En verano se ponía un saco pijama y en invierno se colocaba una bufanda debajo de un saco más grueso, ajustándola con un alfiler de gancho. Al rato de estar con él, ponía sobre su humilde mesa una botella de vino y un poco de queso, salame y pan. Todo eso lo iba a comprar con una pequeña bolsa al mercado. La amistad sencilla era su arte. La rodeaba de una inmensa atención y una delicada ternura, tan naturales como tomar una escoba y barrer su casa o cavar un hoyo para poner una planta en su jardín. Y tenía además el don de las pequeñas excepciones, como esa manzana que solía reservar para Laura, mi mujer. Don Antonio, como le llamábamos, era también una prueba viva de la profundidad de lo elemental, en el luminoso contrapunto de sus palabras hondas y sus gestos raramente limpios.

La profundidad es riesgo. ¿De qué? De no encontrar nada. Por eso Porchia dice: No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir. O riesgo de multiplicar la nada, el misterio, el límite o lo ilimitado: Se me abre una puerta, entro y me hallo con cien puertas cerradas. O también otro riesgo mayor: encontrar algo. Y el miedo: A veces, de noche, enciendo una luz, para no ver. Y la soledad: Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo.

Siempre tuvimos la sensación de estar ante alguien elegido por la soledad. Pero lo inverso era igualmente verdadero: él había elegido la soledad. Confluencia de destino, aceptación y entrega. Soledad de su vida y soledad de su obra, como base insobornable para su calidad de maestro profundo y su costoso aprendizaje de sí mismo: He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro. Amaba y sufría su soledad: Un hombre solo es mucho para un hombre solo. Conocía sus peligros: Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece. No la compensaba con la literatura o con la compañía fácil de otros seres, sino con su vida profunda. Su soledad le permitía llegar más plenamente a los demás, como si ya los conociera desde abajo. Y también ser la presencia a la que acudíamos casi en peregrinaje, quizá para curarnos o consolarnos de tanta exhibición de ausencias. Con él aprendimos cómo la soledad puede ser lo contrario del aislamiento y también la condición vertebral de una obra.

Profundizar es romper los límites. Pero ir hasta los extremos y traspasarlos no tiene nada que ver con el exceso. Su signo está hecho de contención y despojamiento: En mi silencio sólo falta mi voz. Y de humildad: Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo. Y también de necesidad: Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo. El estilo de la profundidad tiene siempre un tono solitario, no porque hable de la soledad, sino porque se parece a la soledad. Y llama particularmente la atención su acentuado realismo, pero el de la realidad en el abismo, que es su verdad. Tal vez por eso: El razonar de la verdad es demencia. De allí también la rotunda afirmación: Nadie puede no ir más allá. Y más allá hay un abismo.

A menudo nos repetía: Tengan paciencia, sepan esperar. Era una de sus lecciones mayores. Nunca lo vi impaciente o inquieto por los apremios económicos, la incomprensión o las interesadas reticencias que trataban de silenciar el valor de su obra. No tenía apuro por llegar a nada. Sus pensamientos crecían "sin prisa y sin pausa”, con todo el detenimiento de aquello que tiene la certeza de su vigencia. Es probable que sólo le haya visto algún conato de impaciencia ante la pesadez de la tontería.

La profundidad no es inhumanidad, aunque sí más que humanidad. Porchia dijo que la bondad no es vida. En la misma línea, quizá podríamos sospechar que la profundidad no es sólo vida.

El pensar profundo pasa por el antiguo sentido de la inteligencia: leer en el interior de las cosas. Es penetración, aventura y arrojo, abandono de las garantías, descubrimiento y creación, lo "nuevo" de Baudelaire, lo "abierto" de Bergson, la desinstitucionalización de la búsqueda, la abolición de las seguridades. Por eso Heidegger ha podido afirmar que la ciencia no piensa y arriesgar que tampoco la filosofía piensa.

Durante la conversación, recordaba a menudo algunas de sus voces. No resultaba insólito o artificial: sentíamos que las seguía viviendo. Pero cierta vez me dijo que no había tenido el valor necesario para decir una de ellas ante alguien que pasaba por un momento de angustia. Esa voz afirmaba: Todo juguete tiene derecho a romperse. Y al decírmelo miraba hacia abajo, como avergonzado. Pero no de su silencio, sino del hombre.

El quehacer de profundización, el ejercicio o la captación profunda, no tiene nada que ver con la astucia, la perspicacia o el malabarismo intelectual que llenan los libros y revistas. Es como un instinto de buceo, una inconformidad con respecto a todas las zonas intermedias, una coherencia de integridad, una decisión de ir hasta el final, aunque no haya final. Y eso exige toda la vida detrás, sin juegos a medias, sin retroceder ante el abismo. Profundizar es la forma más radical y generosa del heroísmo. Y es también quedarse sin referencias. La escala de relación es ya lo infinito y el encuentro con la muerte, como experiencia anticipada y parámetro constante de la posibilidad.

Un día me contó que siendo muy niño y teniendo hambre se puso a jugar a la pelota, y al rato, luego de un salto, cayó desmayado. Deducía de aquello que el hambre no fue obstáculo para la alegría Se puede tener hambre y ser feliz: Quien hace un paraíso de su pan, de su hambre hace un infierno.

Profundizar es ir siempre más allá. Cualquier fragmento de Porchia puede servir de ejemplo: Si me dijeran que he muerto o que no he nacido, no dejaría de pensarlo. El pensar superficial dejaría de pensarlo.

A él le debo, entre muchas otras cosas, la más bella dedicatoria que he recibido. Llevo a todas partes, de lugar en lugar, el ejemplar de sus Voces donde escribiera para mí estas palabras: Al amigo que me falta siempre cuando no está.

Extractado de la página http://www.Robertojuarroz.com

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