Había amado mucho. Su extrema discreción no le impidió, sin embargo, confiarnos en alguna ocasión el hondo sentimiento que lo había unido a una mujer de vida ligera, con quien estuvo dispuesto a casarse. Así supimos cómo ella fue amenazada por quienes la explotaban, para que cortase esa relación. Y también cómo él se apartó, no por su propia seguridad que poco o nada le importaba, sino por la de ella. Allí tiene su origen una de sus voces: Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas. La asociación del amor y las flores representa sin duda una de las claves para comprenderlo: El amor, cuando cabe en una sola flor, es infinito. Otra clave fundamental es la constante relación entre el amor y el dolor: El amor que no es todo dolor, no es todo amor.
Paul Tillich ha afirmado que la profundidad es la dimensión perdida de nuestro tiempo. ¿Qué mejor síntesis para un diagnóstico de la inconsistencia? No en vano señaló Oppenheimer que nuestra tentación mayor es ser superficiales. Podríamos sospechar que allí reside la fuerza negativa o la pesadez por excelencia de nuestra época y también de su literatura. ¿Acaso no ha afirmado Robbe-Grillet, por ejemplo, que es preciso ahuyentar de la novela los viejos mitos de la profundidad?
¿Puede haber profundidad sin dimensión religiosa? Creo que no, ya que no concibo lo profundo sin un sentimiento de vinculación con la totalidad, que puede asumir, como en Porchia, la forma de una nostalgia ante una pérdida: Hace mucho que no pido nada al cielo y aún no han bajado mis brazos. O también de una amorosa proyección hacia lo imposible: Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado. Otras veces es la sensación de ser conducido por fuerzas extrañas: Y si el hombre es un hacer con él y no un hacerse él, quién sabe quien hace con él, y quien hace con él, quién sabe qué hace con él. Se trata siempre de una referencia a lo infinito, pero un infinito del que participa misteriosamente el hombre: Eres un fantoche, pero en las manos de lo infinito, que tal vez son tus manos. Lejos de todo dogma u ortodoxia, la necesidad de trascendencia aparece en toda su desnudez, como algo inseparable del pensar profundo y la poesía. Más que fe o sentimiento de lo sagrado, una mística inserción en el misterio que nos envuelve: Si pienso qué es la vida, creo que la vida es un milagro, y si pienso qué es un milagro, no creo en él.
Íbamos a visitarlo en casas cada vez más pequeñas, desde que debió vender la heredada de su hermano y comprar otra más barata y distante del centro, para poder así sobrevivir un tiempo con la diferencia. Pero siempre estaban todos los cuadros que le habían ido obsequiando sus autores, entre ellos algunos de los más cotizados de la pintura argentina de este siglo (Petorutti, Victorica, Quinquela Martín, Castagnino, Soldi, Butler, Forner etcétera). Jamás se desprendió de ninguno, ni siquiera en momentos de extrema pobreza, cuando algunos familiares o amigos trataron de persuadirlo de que vendiera uno o dos. Decía que él vivía solo y no necesitaba casi nada. Lo cierto es que no podía vender un don. No en vano había escrito: No tienes nada y me darías un mundo. Te debo un mundo. Y recuerdo otro detalle iluminador: su cuadro favorito era un pequeño óleo de Fortunato Lacámera, que representaba el solitario ángulo de un jardín, con una breve y desnuda mata junto a un muro. El pintor más humilde y la imagen más humilde: lo casi inexistente.
El pensar profundo transforma, como el amor profundo. Transforma y crea, porque encara la imposibilidad, la muerte, la nada. Esto se les olvidó a todos los gesticulantes revolucionarios de superficie. Pero no a la poesía, que es el pensar integrador y último, el pensar que siente, el pensar que crea, el verbo transfigurador, la abertura del fondo. ¿Es Porchia un poeta? En él se da la fundación del ser por la palabra, la palabra como ser, la existencia como creación a través del lenguaje, el lenguaje como salto hacia otra cosa. Sí, Porchia es un poeta. Pero a veces uno siente que es también algo más o distinto, algo que no sabemos decir. En pocos casos he sentido tanto como ante Porchia y su obra la fatal estrechez o ambigüedad de cualquier designación. Aquí se rompen los rótulos, por privilegiados o sublimes que sean. Y no es suficiente ni siquiera evocar algunas fórmulas más o menos felices, como por ejemplo aquella de la poesía del pensar, de Macedonio Fernández. Creo que Porchia está en la línea fundamental donde se juntan el pensamiento y la imagen, la poesía y la filosofía, cuya artificial separación tal vez constituya uno de nuestros lastres mayores.
No pude estar a su lado cuando murió. Poco tiempo antes había sufrido una caída, con un golpe en la cabeza del que probablemente no llegó a reponerse. El accidente ocurrió durante un fin de semana, en una quinta cercana a Buenos Aires a donde lo llevaba una familia que lo había descubierto no hacía mucho y creía que necesitaba distracción. Tal vez olvidaron sus palabras: Cuando lo superficial me cansa, me cansa tanto, que para descansar necesito un abismo. Pero él no quería resistir ante la insistencia de algo parecido a la amistad o el afecto. Había rechazado, por humildad, las invitaciones que le hicieron para visitar Europa, pero su calidez humana lo condujo hasta el punto exacto donde debía resbalar. Quizá no haya sentido ninguna sorpresa: Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez.
¿Cómo entrar en una obra que es profundidad? Un camino es el indicado por Porchia: verla con hondura, para que se vuelva superficie. Otro camino podría estar dado por la paradójica respuesta de un maestro a la pregunta sobre cómo hacer para entrar en la filosofía: Estar adentro. Otro estaría en ser o volverse profundidad, como quería Plotino en relación con lo divino o lo bello. Y otro más podría ser crear en uno el vacío necesario para la inundación de la profundidad, parafraseando a Eckhart. Y otro más todavía, levantar una flor y sonreírle, como lo haría un maestro Zen, sin buscar ni decir otra cosa. Creo que si Porchia hubiera tenido que escoger, habría elegido la última alternativa. Entre muchas otras cosas, me anima a creerlo así cuando dice: Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.
Su voz lenta y entrañablemente modulada, con cierto acento extranjero, fue registrada en disco poco antes de su muerte y utilizada durante algún tiempo por una emisora de Buenos Aires, para cerrar a medianoche su transmisión, como un broche raro y abismal. Su voz no vulneraba el silencio. No puedo hoy leer sus textos sin volver a escucharla. Y ahora tampoco lo vulnera.
¿He hablado de Porchia o he hablado de mí? Creo que la profundidad no admite estas diferencias. Simplemente he hablado porque, como a él, me ha vencido lo que he dicho.
Roberto Juarroz
Nota de Ángel Ros:
Este texto fue originalmente publicado en la revista Plural (vol. IV, núm. 11, México, agosto de 1975) como complemento de una selección de voces de Antonio Porchia. La versión francesa del ensayo de Juarroz, realizada por Roger Munier, apareció como postfacio de la magna traducción francesa de la obra de Porchia (Voix, Fayard, col. Documents Spirituels, París, 1979). Más tarde fue incluido en los anexos del libro Poesía y creación. Diálogos con Guillermo Boido (Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1980). Invito al lector que desee profundizar en la obra de Antonio Porchia a visitar la página web que he dedicado a este maestro y a la que puede llegar utilizando el siguiente vínculo:
Este ensayo viene de la magnifica pagina de Roberto juarroz en internet:
http://www.robertojuarroz.com/
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